Nunca los venezolanos imaginaron que el suyo dejaría un día de ser un país de inmigrantes. Lo era cuando yo llegué allí por primera vez. Había medio millón de italianos, otro medio millón de españoles y un número muy crecido de portugueses que llenaban plazas y calles de ciudades como Caracas, Valencia o Maracaibo. El atractivo que Venezuela tenía para ellos era una moneda tan sólida frente al dólar que les permitía enviar remesas de dinero a sus países de origen, todavía empobrecidos por la guerra. Pues bien, hoy es un país de desesperados emigrantes.
No me refiero solo a los venezolanos que ya se han radicado en Colombia, Panamá, Costa Rica, Estados Unidos o en la propia Europa, buscando mejor suerte. Son muchos más los que desean tomar el mismo camino. Nada menos, según una reciente encuesta, que 49 % de la población. La mayor parte, escribe mi amigo Carlos Alberto Montaner, son jóvenes y adultos educados. No lo dudo, mis dos sobrinos venezolanos que llevaban hasta hace algún tiempo una vida próspera gracias a su trabajo han tenido que cerrar casas y oficinas y marcharse a Estados Unidos en busca de un nuevo destino.
Todo esto tenía que suceder como resultado de un alud de catástrofes producidas por el chavismo: la mayor inflación del mundo, un alto índice de desempleo, la inseguridad más grande y peligrosa del continente, la expropiación de cuatro millones de hectáreas, la destrucción de Pdvsa con el despido de 50% de sus trabajadores y de sus técnicos más calificados, la ruina del campo y de la industria por un Estado que se propuso controlar más de 80% del aparato productivo.
A lo anterior debe agregarse el espantoso naufragio de la moneda local, que en el mercado negro supera los 670 bolívares mientras la tasa de cambio oficial es de solo 6,30 bolívares. El desabastecimiento, como bien lo hemos visto, es atroz. Desde las cuatro de la madrugada se forman colas enormes frente a los supermercados para que mujeres de todos los niveles sociales acudan desesperadas a ver qué pueden comprar. Medicinas de uso común, incluyendo los antibióticos, han desaparecido de las farmacias, poniendo en peligro a enfermos y personas de la tercera edad.
Algo que vale la pena tomar en cuenta es que hasta fervientes seguidores de Chávez hoy no soportan a Maduro. Pese a las dádivas y prebendas que reparte en las clases marginales, tan solo 15% de los venezolanos lo apoyan. A la distancia, podría creerse que un régimen tan impopular estaría a punto de caer, bien por cuenta de los electores o por un golpe militar. Pero Maduro, como alumno aventajado del régimen castrista, tiene todo previsto para atornillarse en el poder.
De una parte, ha logrado comprar o clausurar medios de comunicación; mantiene en prisión a Leopoldo López, Daniel Ceballos, Antonio Ledezma y a docenas de jóvenes opositores; no permite que la valerosa María Corina Machado salga de Caracas, y ahora la inhabilitó como candidata en las próximas elecciones del 6 de diciembre, en las cuales Maduro espera impedir el triunfo de la oposición mediante un hábil y sigiloso fraude.
Para evitar que el descontento llegue a las Fuerzas Armadas, los altos mandos han sido astutamente neutralizados gracias a corruptos privilegios. En segundo lugar, toda la nueva generación de oficiales ha recibido un severo adoctrinamiento para hacer de ellos férreos defensores de la revolución chavista.
No nos engañemos: el régimen de Maduro es hoy una real dictadura que recibe el trato amistoso de todos los gobiernos del continente, incluyendo el nuestro. Por fortuna, frente a esta realidad, Aznar y 26 ex presidentes de América Latina, entre ellos Álvaro Uribe, Andrés Pastrana y Belisario Betancur, han lanzado un grito de alarma.
Como fieles demócratas, no desean que Venezuela termine convertida en otra Cuba.
Plinio Apuleyo Mendoza
Una dictadura al desnudo
El Nacional. Caracas, 9 de agosto de 2015