martes, 19 de agosto de 2014

Eduardo Semtei: Constituyente o la ilusión como política

Luego de la Revolución Restauradora comandada por Cipriano Castro en 1899, desde las poltronas del gobierno se realizó en el 1901 una Asamblea Nacional Constituyente. Es decir, fue convocada desde el poder, desde el gobierno. En 1914 se aprobó una nueva constitución, mediante un novedoso procedimiento constituyente. Otra vez se inició desde el poder, fue desde el Gobierno donde se impulsó tal iniciativa. Bajo la batuta del general Gómez, se repite la historia de un presidente tejiendo una constitución a su medida. En 1947 nos encontramos rendidos ante la misma realidad, una Asamblea Nacional Constituyente, dirigida, orquestada, manejada otra vez desde el poder, desde el pobierno, ahora con Rómulo Betancourt a la cabeza de la Junta Revolucionaria de Gobierno. Habrá notado el lector que siempre la constituyente es un acto de gobierno, tratando de perfilar una constitución que se parezca lo más posible al pensamiento, obra y acción de los gobernantes de turno. Por allí en el 1953 la Junta Militar de Gobierno, con Marcos Pérez Jiménez, quien había derrocado años antes al presidente Rómulo Gallegos, arma un nuevo parapeto constituyente y aprueba una nueva constitución. Se repite la historia, el gobierno, el poder político en acción haciendo la arquitectura de una constitución a su imagen y semejanza. El Congreso electo en 1958 aprueba una nueva constitución en 1961. No hubo en esta ocasión un proceso constituyente clásico, pero se evidencia que fue desde el gobierno donde se impulsaron las iniciativas para aprobar un texto constitucional. Chávez, una vez en el poder, convoca una nueva Asamblea Nacional Constituyente y aprueba el texto en 1999.
Este breve recuento me faculta para hacer algunas afirmaciones. Primero: todas las constituciones y asambleas constituyentes del siglo 20 fueron iniciadas, organizadas, dirigidas desde el poder político central. Desde el gobierno, de tal manera es evidente que, la convocatoria y ejecución de una Asamblea Nacional Constituyente pareciera estar sometida a los intereses de los gobiernos de turno. Tal vez por su complejidad, costo, tiempo. No existen iniciativas populares para convocatorias a constituyentes en Venezuela en los últimos siglos. Segundo: un proceso constituyente con el chavismo como gobierno, con la Asamblea Nacional en su bolsa de regalos, con el TSJ en la lista de sus admiradores, con la Fiscalía, la Contraloría, la Defensoría y el CNE, todos infestados de rojorojismo, representa un desafío cuyo costo en tiempo y esfuerzo bien vale la pena invertirlo en otros retos como las elecciones. Tercero: la falta de escrúpulos de los gobernantes actuales obliga a pensar la cantidad de trampas, tramoyas, falsificaciones, engaños que urdirán con toda seguridad para impedir que se produzca una constituyente o bien para garantizar que sus resultados, desde el referéndum llamando a la constituyente, la elección de los constituyentistas, la aprobación del nuevo texto y el referéndum aprobatorio, le sean ampliamente favorables, bien sea en libérrimas elecciones o bien sea en el uso y abuso de las tendencias irreversibles, las firmas planas y las inhabilitaciones oportunas.
Cuarto: no hay ninguna evidencia, ninguna encuesta, ninguna iniciativa mayoritaria y en general ningún interés de las grandes mayorías por un proceso constituyentes en un ambiente de crisis moral, de desastre económico, de desabastecimiento brutal, de inseguridad y muerte, de crisis en los servicios, de apagones, falta de agua, robo y corrupción desgraciada, de entrega de nuestra soberanía a Cuba y China. Es decir nadie le está parando bola, para presentarlo de manera cruda. Quinto: encerrar a la MUD en un debate en torno a una constituyente es debilitar a la oposición, agitar la marea de la división, gastar pólvora disparándole a los zopilotes y finalmente es ir en contra de la imposibilidad legal y hasta material, evidenciada en la historia que se repite tercamente, de realizar un proceso de tal naturaleza desde las gradas de la oposición y con un Poder Público inmoral y complaciente. Así que amigos míos, déjense de vainas y preparémonos lo mejor posible para enfrentar las elecciones parlamentarias que las tenemos a la distancia de una pedrada. Cada quien carga con sus desatinos y sus errores. Nadie quiere compartir fracasos. Y finalmente, nadie puede alegar en su defensa su propia torpeza.

Eduardo Semtei
Constituyente o la ilusión como política
El Nacional. Caracas, 19 de agosto de 2014

Héctor E. Schamis: Nicolás Maduro, privatizador

Se trata de Citgo, empresa gasolinera. Es propietaria de seis mil estaciones de servicio y tres refinerías —en Illinois, Texas y Luisiana— y da empleo a cuatro mil personas. Las refinerías son de alta tecnología, de las pocas con capacidad para procesar crudos pesados. Es una empresa importante, parte del paisaje carretero de toda la costa Este del país. Ello incluye el legendario Fenway Park, hogar de los Red Sox de Boston, donde no hay home run que no esté ligado a Citgo, allí desde 1965 gracias a un gigantesco aviso publicitario detrás de las gradas. Esa presencia le ha permitido a la gasolinera ingresar en el propio corazón de los fanáticos bostonianos, tanto que han llegado a protestar cada vez que se intentó remover el cartel del lugar.
Una de esas ocasiones fue en 2006, luego que Hugo Chávez se refiriera a George W. Bush como “el diablo”. Es que el dueño de Citgo es PDVSA, la compañía estatal de petróleos venezolanos, y en aquella ocasión un concejal municipal propuso reparar el orgullo de su presidente reemplazando el anuncio por la bandera de Estados Unidos. Los fanáticos estuvieron del lado de su memoria deportiva —es decir, del lado de Citgo— y allí sigue hoy, sin bandera alguna.
Venezuela está hoy a punto de perder tan extraordinario recurso comercial, y no por culpa de Boston sino porque Citgo está en venta. No es la primera vez que el tema aparece en la agenda. De hecho, la empresa ya había vendido dos refinerías y tres oleoductos en el pasado. Chávez mismo solía quejarse de Citgo con frecuencia e indicaba que se la sacaría de encima. Ahora, sin embargo, es más que retórica. La crisis de las finanzas públicas ha llegado a niveles sin precedentes, y el gobierno parece haber formalizado un acuerdo con el banco de inversión Lazard para que se haga cargo de las negociaciones de venta de la totalidad de la firma.
La racionalidad de esta decisión no sería inconsistente con tantos otros errores de política económica acumulados durante quince años, pero este caso supera todo lo anterior. Cuesta pensar que un país petrolero renuncie voluntariamente a la ventaja comparativa otorgada por la integración vertical de su activo. Citgo convirtió a Venezuela en un productor y exportador que también controla autónomamente el proceso de refinamiento, distribución y venta en el mercado más importante del planeta. ¿Por qué regalarles a sus competidores los tanques de gasolina de millones de automóviles estadounidenses?
¿Y por qué además introducir incertidumbre futura en el proceso de refinamiento, dado el limitado número de plantas capaces de tratar crudos pesados como el venezolano? Nadie puede asegurar que esas plantas, con otros dueños, no prefieran procesar un crudo más liviano en el futuro, por ejemplo mexicano o canadiense. El gobierno de Maduro no solo desconoce la importancia de la demanda —en el petróleo y en cualquier negocio—, sino que también crea problemas del lado de la oferta.
La privatización de Citgo tampoco tiene sentido desde el punto de vista estratégico, como política exterior. Si es verdad que Estados Unidos es una potencia hostil, el imperio que conspira y fomenta la desestabilización del gobierno revolucionario, ¿no sería esa razón más que importante para conservar herramientas de poder en propio suelo estadounidense? ¿Por qué renunciar también a sentarse a la mesa grande de la discusión sobre la política energética estadounidense y, por añadidura, del resto del hemisferio? De México a Noruega y el golfo Pérsico, y sin olvidarnos de Rusia, es difícil imaginar a otro país petrolero tomando decisiones para reducir su capacidad estructural de negociación frente a Estados Unidos.
Para algunos la “racionalidad” de esta venta, entonces, tendría que ver con las urgencias de financiamiento de corto plazo —la dramática crisis fiscal— y la rapacidad del chavismo, es decir, su innata propensión a las prácticas corruptas en lo que será un negocio millonario para todos los involucrados. Otros, a su vez, han señalado la necesidad de eliminar activos que podrían ser embargables en caso de sentencias adversas por las demandas de Exxon Mobil y ConocoPhillips contra PDVSA.
El caso en cuestión es otro ejemplo que ilustra, una vez más, que los hechos no importan y la realidad no existe, que todo es reducible al relato, a una narrativa esotérica que viola cualquier posibilidad de objetividad. Los bolivarianos pontifican sobre la economía estatal, pero destruyen el estado. Son víctimas de las conspiraciones del imperio, pero renuncian a conservar poder en el propio territorio del mismo. Son humildes socialistas, pero poseen cuentas en bancos internacionales con una inimaginable cantidad de ceros en sus saldos.
Así las cosas, la supuesta revolución hace un círculo completo, constituyéndose ahora en privatizador, como aquellos neoliberales que siempre critica, solo que lo hace de manera más incomprensible. Pinochet, por ejemplo, el híper privatizador, conservó el recurso estratégico del cobre —que había sido nacionalizado por Allende— en manos del estado.
El chavismo, que ha expropiado hasta el suministro de arroz y frijoles, ahora se encamina a privatizar el activo estratégico más importante del país. Finalmente, se entiende porque hablan de socialismo del siglo XXI. El socialismo del siglo XX lo hacía exactamente el revés.
Twitter: @hectorschamis
 
Héctor E. Schamis
Nicolás Maduro, privatizador
El País. Madrid, 18 de agosto de 2014

Roberto Giusti: La guerra de las colas

En fiel cumplimiento de su hábito de coger el rábano por las hojas el gobierno ha decretado "la guerra a las colas", en este caso en los supermercados, anunciando severas sanciones contra aquellos establecimientos donde no funcione la totalidad de las cajas registradoras.  La medida, por cosmética, no resolverá el problema porque una vez más,  (no sabemos si por incapacidad manifiesta o simplemente para transmitir la sensación de que está defendiendo al comprador) la burocracia en el poder se concentra en atacar las consecuencias antes que las causas del problema. De manera que se pretende aliviar un problema de fondo, como  la escasez de alimentos, producto de la parálisis del aparato productivo nacional, con una decisión absurda, que daría risa  de no estar de por medio la burla al consumidor.

Es lo mismo que está ocurriendo con el cierre de las fronteras, cuyo supuesto objetivo es el de evitar el contrabando, cuando la fuga de alimentos, gasolina e insumos de toda clase, (la inmensa mayoría de los cuales son importados) obedece a un modelo económico desfasado de una realidad aceptada y transitada por todos los países de la región, menos por Venezuela. Otro caso es el de la venta de Citgo, con la cual se pretende aliviar la escasez de dólares, sin tener en cuenta que la clave, si se quiere elemental, está en cerrar el grifo de la corrupción, suspender los regalos a los países "aliados" y aumentar la producción de petróleo, para cuyo procesamiento resulta indispensable la refinería que se pretende rematar, seguramente a precio de gallina flaca.

Pero si algo distinguió a los países del denominado socialismo real y que con cien años de retraso el gobierno venezolano se empeña en emular, son las kilométricas colas, a veces de horas, a veces de días, pero también de meses y hasta de años, para acceder a cualquier tipo de bien. Horas de espera implicaba en la vieja URSS la compra de una hogaza de pan negro. Largos días para conseguir en el magazine (así llamaban los soviéticos a los desangelados y sombrío centros de abastecimiento) un cartón de leche muchas veces ya vencido. Y si se trataba de una nevera, un televisor o de un automóvil, la espera podía ser hasta de cinco años.

Las consecuencias fueron de todo tipo. Unas aparecieron de inmediato, otras se hicieron esperar: un consumidor ansioso, siempre con una bolsa en la mano, a la caza de la primera cola a la vista para sumarse a ella, incluso sin saber, a ciencia cierta, qué estaban vendiendo. La existencia de un mercado negro y por tanto de mafias enquistadas en los centros de producción y distribución. Y el surgimiento, por tanto, de una especulación desenfrenada y descontrolada (en el paraíso de los controles) que terminó convirtiéndose, ya madura la crisis,  en una de las causa del derrumbe del comunismo.
       
@rgiustia

Roberto Giusti
La guerra de las colas
El Universal. Caracas, 19 de agosto de 2014

Iván Simonovis: ¿Cómo nace un policía?

Poco antes de los 20 años de edad, había conocido a un piloto de helicópteros, y a mí siempre me había gustado la aviación. Me dejé llevar por la emocionante historia que este piloto me contaba acerca de su trabajo. Desde el aire tenía que dar apoyo a las unidades policiales de tierra, trasladar heridos y unidades operativas por todo el país, prestar asistencia y hasta efectuar persecuciones vía aérea. Desde ese día no podía dejar de imaginarme montado en un helicóptero.

Así que fui a visitar a mi abuelo Aranguren para que me dijera qué tenía que hacer para convertirme en piloto de la PTJ. Mi abuelo no me respondió al momento, sólo después de varios días me llamó y me dijo que no podía ingresar al curso directamente, que primero tenía que graduarme como detective en PTJ y después estudiar para ser piloto.

Esta historia no era del todo verdadera, fue una estratagema de mi abuelo para llevarme al que había considerado mi destino. Él siempre pensó que por mi ímpetu y actitud ante la vida, yo podía ser un buen policía. Le impresionaba la experiencia que tenía en la calle y mi sentido de supervivencia, porque a pesar de haber sido sometido a una infancia y adolescencia solitaria y privada de afecto, no me lamentaba nunca, no me sentía amilanado, ni menos que otros. Siempre iba hacia adelante y no esperaba que nadie me diera nada; al contrario, era consciente que todo lo que desearía, lo conquistaría por mis propios medios. Sabía que el hecho de estar sin ninguno de mis padres, no significaba terminar en la mala vida.

Con esta excusa, mi abuelo me convenció para presentar los exámenes de admisión, que pasé sin mayor dificultad, y comencé el curso de detective que duró seis meses. Los alumnos debíamos quedar internados en la Academia, aprendiendo, entre otros temas, las Técnicas del interrogatorio, Criminología, algunas materias de Derecho, Tácticas de tiro, etc.

Estaba feliz y me estaba apasionando el mundo policial. Sin embargo, me creaba problemas la disciplina semimilitar que aplicaba la Academia. Este aspecto también lo había calculado mi abuelo. Creciendo solo, no tuve a nadie que me diera órdenes, y aun cuando fui siempre muy respetuoso, no era disciplinado.

Estuve tentado a renunciar al curso por este motivo, pero uno de los psicólogos del Instituto me explicó que la formación militar era únicamente para la Academia, con el propósito que aprendiera que en la institución es primordial respetar las jerarquías y la disciplina era un requisito fundamental en un cuerpo subordinado y armado. Decidí completar la formación y me gradué de detective.

El día de la graduación, el auditorio estaba repleto de personas, en el estrado se ubicó toda la Directiva de la PTJ y el Ministro de Justicia. Cuando fui nombrado, hubo un salto en la secuencia del protocolo, intervino el jefe nacional de Investigaciones, tercer hombre más importante dentro de la Institución, para expresar unas palabras y presentar a un señor que estaba sentado entre el público de la primera fila: “Se trata de un profesor -explicó el jefe nacional de Investigaciones-, un perseguido político del régimen de Pérez Jiménez, que vivió en la clandestinidad hasta la caída del dictador. Más adelante con el nacimiento de la democracia, pasó a formar parte del equipo fundador de la PTJ, en ese entonces bajo el liderazgo del Dr. Rodolfo Plaza Márquez, donde se convirtió en profesor de profesores, fue director de Investigaciones, hasta que alcanzó como el cargo de subdirector de la institución”.

Estaban elogiando a un comisario general, profesor de todos los que estaban en el estrado: Honorio Aranguren. ¡Se trataba de mi abuelo! Yo no lo había visto entre el público y fue una grandísima sorpresa.

Cuando mi abuelo Aranguren subió al estrado, todos los profesores se pusieron de pie y lo saludaron y abrazaron con admiración y respeto. Fue mi abuelo quien me entregó el diploma que me acreditaba como detective de la República y en ese momento la directiva se puso de pie y la mitad del auditorio también. Acostumbrado a estas ceremonias, me hizo entrega del diploma con el protocolo adecuado, luego me abrazó fuerte y me dijo: “Estoy seguro de que lo harás muy bien. ¡Que Dios te bendiga!”.

Fue un día increíble e inolvidable. Sólo recordarlo, se me aguan los ojos y confieso que cuando estoy encerrado en mi calabozo, hasta una lágrima corre si me viene a la mente ese recuerdo. Sorpresas afectuosas como esa, en mi vida había recibido de verdad muy pocas.


Iván Simonovis
¿Cómo nace un policía?
Diario Las Américas. Miami, 19 de agosto de 2014