Sea por las razones que fuesen, la urdimbre social y política de Venezuela quedó rota desde la década de los noventa del pasado siglo. No la restableció la constituyente de 1999, pues una parte del país, en mayoría relativa, se casa consigo misma excluyendo a la otra.
En cuanto a lo primero y para entenderlo, me basta la tesis del filósofo florentino Luigi Ferrajoli, quien observa que los Estados son demasiado grandes para las cosas pequeñas y cotidianas, a la vez insignificantes para resolver los asuntos de mayor catadura que afectan al género humano bajo la corriente de la mundialización.
Leviatán o artificio construido desde inicios de la modernidad para atar nichos o cavernas o nacionalidades culturales que caracterizan al Medioevo e inicios de la modernidad, el Estado degenera en cárcel de la ciudadanía. De allí que algunos políticos aún entiendan a la democracia como simple forma de organización del poder o procedimiento y se empeñen, en pleno siglo XXI, sólo en la defensa de sus oficios o experticias. Pero la política en la democracia exige de algo más, al servicio de lo que se encuentra su instrumental electoral, sea para elegir diputados, sea para convocar constituyentes.
A finales del pasado siglo, cuando los venezolanos nos hacemos críticos e irreverentes al descubrirnos desnudos de aquel sentido de ciudadanía que tiene por límites a los cuarteles militares o los mismos partidos civiles, y al vernos compelidos a la emancipación social, abandonamos nuestras casas y nos lanzamos a las calles para no regresar jamás, según lo aprecia con ojo agudo y me lo cuenta el fallecido expresidente Ramón J. Velásquez.
Ante un vacío sobrevenido de moldes institucionales que no son llenados pronto y menos entienden las élites del momento, y dada la pérdida de las certezas en esa hora agonal, cada quien opta por irse al reencuentro con sus “patrias de campanario” o localismos, o se deja arrastrar por las circunstancias, hojas que se lleva el viento en medio de la marea digital y su cosmovisión inmediatista: la realidad se basta con los 140 caracteres de un twitter y nuestro pueblo, en la orfandad, le abre sus puertas al tráfico de las ilusiones.
1999 es propicio, así, para una constituyente que se oculta tras el único propósito de su partero, Hugo Chávez: usarla como “destituyente” para el “reseteo” de nuestra memoria histórica. No recrea el molde social y político inédito que demanda la crisis de cambio en curso, que nos diese otra vez, como pueblo, sentido de pertenencia dentro de un proyecto nacional en común. La toma de la Justicia y la remoción de los jueces es apenas el abrebocas.
De modo que, al morir en 2013 (¿?) Chávez, como era de esperarse, cede la ficción “bolivariana” y todos, revolucionarios o contrarrevolucionarios, militantes o adversarios del régimen personalista que aquél instala, en un tris nos miramos como lo que éramos y no habíamos dejado de ser sobre el puente entre el siglo XX y el siglo XXI, un rompecabezas, una “caja de gatos” -uso la atinada expresión del maestro José Ignacio Cabrujas, dirigida sobre las izquierdas– que es la descripción cabal del gobierno colegiado hoy causahabiente y de la oposición variopinta que nos acompaña.
Si la urdimbre social del país no existe -calco los consejos del padre Jorge Mario Bergoglio, el papa Francisco– lo que se impone y cabe dialogar, es el deber de su reconstrucción impostergable, mediante consensos.
Median urgencias, económicas y sociales, urgidas de ser resueltas, es cierto. No era distinto el panorama de 1958 cuando nace el llamado Plan de Emergencia bajo una reflexión utilitaria y de coyuntura: “O plata, o plomo”, le dice el ministro del interior, Numa Quevedo, al almirante Wolfgang Larrazabal, presidente de la Junta de Gobierno. Pero a la sazón, poniendo sobre la mesa sus desencuentros y recelos intestinos recíprocos, sin abandonar sus personalismos, sus miradas parciales de la realidad venezolana, Betancourt, Caldera y Villalba consideran que la patria y la nación son algo más y mucho más que lo que ellos alcanzaban a ver desde sus patios propios.
Ese algo, como denominador, era el desafío de la experiencia democrática como hábito de vida imaginado en 1811 y 1830; valor susceptible de atarlos sin dejar de ser ellos partes en controversia. Ninguno renunciaría a su estrategia ni aspiraciones, pero todos se obligaban, para los momentos de peligro, a salir “de sus refugios para llegar a la trascendencia que funda”, dicho esto con palabras de Bergoglio. Fueron capaces de distinguir entre el drama y la tragedia que arrastra a toda empresa humana hacia el desastre. Optan por escoger entre la vida y la muerte, entre el bien y el mal, y nos invitan a apostar al “proyecto de un país para todos”. Era lo esencial, como lo es en el presente.
*Exjuez de la Corte Interamericana de Derechos Humanos
Asdrúbal Aguiar
Un país para todos
Diario Las Américas. Miami, 21 de julio de 2014