“¡Máxima lealtad!”. La semana pasada, esto le exigió a gritos Nicolás Maduro a los miembros de las Unidades de Batalla Hugo Chávez. Evidentemente, porque percibía a su alrededor señales muy estridentes de deslealtad. Luego denunció la postura contrarrevolucionaria de hombres que fueron de la confianza de Chávez, como Jorge Giordani y Héctor Navarro, a quienes acusó de haber traicionado la revolución. Al mismo tiempo, el TSJ sentenció que el mundo militar, apolítico por imperativo constitucional, estaba desde ese instante autorizado a participar y militar abiertamente en las actividades partidistas. Último aldabonazo presidencial, por ahora, fue el anuncio de que entre el 1° y el 15 de julio se va a revisar y reestructurar todo el gobierno, de punta a rabo. En función, por supuesto, de la lealtad de cada quien a Maduro.
El mensaje resulta aterrador. Por una parte, advierte que quien de ahora en adelante se aparte un ápice de la línea oficial del “madurismo” correrá idéntica suerte que la de Navarro, sumariamente expulsado del reino de los cielos por solidarizarse con Giordani. Por la otra, que esta purga a fondo debe concluir antes del 23 de julio, día en que se instalará el III Congreso del PSUV. Las dos caras de la misma moneda, que no es otra que afianzar a Maduro y su Alto Mando Político de la Revolución en el mando absoluto de Venezuela.
No se trata de un objetivo nuevo. Hace un año, de la mano de Nelson Merentes y Rafael Ramírez, con la intención de frenar el vertiginoso colapso de la economía y el comercio que ya amenazaba al régimen seriamente, estuvo a punto de hacerlo. Para eso sustituyó a Giordani, el principal culpable del disparate, por Merentes, y trató de formalizar una alianza utilitaria con el Grupo Polar y otros representantes emblemáticos del sector privado de la economía. “Yo a gobernar y ustedes a producir”, les dijo, pero el ala izquierdista del PSUV se opuso firmemente. Para ellos esa oferta constituía un grave paso en falso y, al tener éxito en su propósito desalentador, durante estos penosos meses que han transcurrido desde entonces, el país sencillamente entró en una peligrosa espiral de ingobernabilidad. Sus consecuencias inmediatas están a la vista: protestas callejeras que no cesan desde el 12 de febrero, reducción de la MUD, como cómoda alternativa de la oposición más resignada, a una referencia remota, casi literaria, sin futuro concreto, y la progresiva parálisis del país, con la dramática opción a corto plazo de una suspensión de pagos. Dentro y fuera del país.
Mientras tanto, aquí seguimos. Cada día peor. La inflación ya se ha hecho asfixiante, la escasez afecta casi todos los bienes y productos que consumimos, se acabaron los dólares para sostener la absurda política de importarlo todo y destruir así el aparato productivo del país. Hasta propiciar el desgaste de los lazos invisibles del pacto social que le ha permitido a la sociedad no precipitarse en un desorden sin remedio y en el caos. En el fondo, una situación de incertidumbre y angustia colectiva total, perfectamente ilustrada por el apagón que el pasado viernes 27 de junio sumió a más de 70% de la población en la más ominosa oscuridad de la era republicana. Sin luz, sin agua, sin comida. Sin nada. Y, lo que es peor, incluso sin esperanza.
Ante esta súbita y estéril lucha entre dos facciones irreconciliables del chavismo, la única novedad política de la actualidad, surge una duda inquietante. ¿Qué camino emprenderá el país a partir de agosto? ¿El que señalan los comunistas utópicos y radicales que se aferran a las anacrónicas políticas del socialismo real como si en realidad esa práctica pudiera conducirnos, como sostenía Chávez, al mar de la felicidad? ¿O el que de pronto proponen otros comunistas, pero que no lo son tanto, y que de algún modo se inclinan por las bondades pragmáticas de la prudencia, de un oportuno paso atrás y hasta de la presencia en Venezuela del Fondo Monetario Internacional? Por otra parte, resulta conveniente percatarnos de que no obstante esta aparente confrontación ideológica, la división de un chavismo que la muerte de Chávez dejó sin rumbo cierto no es en verdad un debate ideológico. Cualquier observador medianamente atento se da cuenta de que lo que se disputará en este III Congreso del PSUV es el poder político por venir. En el partido y en el gobierno. De ahí la carta denuncia de Giordani, la rebelión de Aporrea y la arremetida de los chavistas más ortodoxos y críticos de Maduro, aprovechando la catástrofe de los últimos años y la incapacidad de su gobierno para resolver una crisis, originada en tiempos de Chávez, que amenaza ahora con llevárselo todo por delante.
De ahí las patadas de ahogado de Maduro por ejercer un control total en la selección a dedo de los delegados al congreso, su afán por silenciar las voces disidentes que estos días ocupan hasta las primeras páginas de la prensa venezolana todavía libre, y sus patéticos esfuerzos por alterar la composición de las fuerzas que finalmente quizá se vean las caras en el congreso.
A estas alturas del proceso, sin embargo, los cambios de última hora que se propone introducir Maduro en la estructura de poder del régimen para abandonar la política bakuniana de tierra arrasada aplicada por Chávez desde 1999 con el propósito de destruirlo todo para después construir la revolución sobre las ruinas del pasado y del presente, no alterarán el destino final del segundo gobierno chavista. A Maduro se le acabó el tiempo y no cuenta con fuerza política capaz de movilizar al país en otra dirección. Tampoco las pretensiones radicales de quienes se aferran al comunismo tal como lo entendían Lenin y Stalin tienen la menor posibilidad de rescatar a Venezuela y devolverles a las masas otrora chavistas su disposición al sacrificio y la lucha. Este choque de dos imposibilidades, ajenas por completo a las necesidades de la población, tendrá otros efectos. El principal de ellos, agudizar la insoportable parálisis de un país cada día más confuso y trastornado, y esta sensación de vacío, tal como afirma Giordani con mucha razón, que invade el alma exasperada de todos los venezolanos, y que también a gritos exigen, no lealtad, como hizo Maduro a gritos la semana pasada, sino que alguien o algo ponga al fin orden en la casa. Con eso bastaría por ahora.
Armando Durán
Parálisis nacional
El Nacional. Caracas, 30 de junio de 2014