“No aceptaremos observación internacional jamás, por nadie”, anunció Nicolás Maduro el martes pasado desde New York.
Había visitado Naciones Unidas con la esperanza de que su secretario general lo ayudara a borrar de los anales diplomáticos la renuncia informal que hizo Hugo Chávez de los derechos territoriales de Venezuela en el Esequibo durante su primera visita a Georgetown en 1992 y poder así retomar el camino abandonado entonces del Acuerdo de Ginebra. Demasiado tarde. Tal como la semana pasada le reiteró el presidente David Granger a Ban Ki-Moon en conversación telefónica, tras la amenaza guerrerista lanzada imprudentemente por Maduro, Guyana ha tomado la decisión de someter la histórica controversia al juicio de la Corte Internacional de Justicia de La Haya, la peor opción posible para los intereses de Venezuela.
Este último traspié de Maduro en New York se pone ahora aún más en evidencia, porque el día antes el secretario general de la OEA, Luis Almagro, recibió en Washington a Henrique Capriles para atender la solicitud opositora de enviar una misión de observación a monitorear el evento electoral de diciembre. El anuncio de este encuentro había desatado de inmediato la furia roja en Caracas. “O estás con América Latina, Almagro, o estás con Washington”, lo emplazó groseramente Maduro. Un lo tomas o lo dejas inquisitorial que Elías Jaua complementó enseguida al calificar a Almagro de “traidor” y “antivenezolano” por el simple hecho de recibir a Capriles en su despacho.
Quizá por culpa de esta ingrata razón, ante los pocos periodistas que acudieron a la rueda de prensa que ofreció en la sede de Naciones Unidas después de su reunión con Ban Ki-Moon, Maduro dejó de lado el tema Guyana y se refirió exclusivamente a un aspecto crucial de la agenda electoral de diciembre, el de la presencia de observadores internacionales, con esta suerte de brutal puñetazo verbal sobre la mesa, que de un sólo plumazo, así como así, usurpó oficialmente la autonomía que le confiere la Constitución y las leyes al CNE.
Ni ahora, ni nunca jamás, bramó Maduro desafiante, el régimen aceptará la presencia de mirones extranjeros que vengan a Venezuela a sembrar cizaña. Áspero, claro y terminante final de la impúdica comedia del ente electoral desde el revocatorio de 2004, de los habituales eufemismos de Tibisay Lucena, del espejismo urdido por Chávez para aparentar una mínima independencia de los poderes públicos. Ese fue el innecesario mensaje de Maduro ese mediodía. El Estado soy yo. Por lo tanto, también yo soy el CNE. El otro, el que ustedes creían que estaba a mi servicio, pero más o menos disimuladamente, desde este instante deja de existir. Queda muerto y bien enterrado por el poder supraconstitucional de la legalidad revolucionaria que yo represento.
Para nadie es un secreto que si las elecciones por venir fueran justas y transparentes, nada ni nadie podría evitar la debacle política del PSUV, del régimen y del propio Maduro. Entonces, ¿qué hacer? ¿Conservar la ficción democrática cueste lo que cueste, o tomar la calle al frente del pueblo, como amenazó Maduro que haría si era derrotado? Pues bien, ni lo uno ni lo otro. Mientras la catástrofe política lo coloca al borde del abismo, con esta declaración de principios totalitarios, Maduro nos informa que ha decidido liarse la manta a la cabeza. Y anuncia que hasta aquí hemos llegamos. De ahora en adelante, seguiré forzando la marcha. Contra viento y marea, por la calle del medio. Sin medias tintas ni pendejadas, como decía mi comandante. Y quien como Almagro se niegue a acompañarme ciegamente en esta nueva cruzada revolucionaria, socialista y antiimperialista, desde este mismo instante los declaro traidores y enemigos de Venezuela y del pueblo. Aténganse, pues, a las consecuencias.
Nota. Agosto es mes propicio para darle reposo a la pluma y a la paciencia de mis lectores. Volveremos a encontrarnos, en este mismo espacio, la primera semana de septiembre.
Armando Durán
Maduro borra del mapa del Estado al CNE
El Nacional. Caracas, 17 de agosto de 2015