MARUJA TARRE
El País. Madrid, 21 de abril de 2014
García Márquez fue tan cercano a Venezuela durante varias décadas que mucha gente se pregunta por qué no dijo nada sobre la tragedia que vivimos en la actualidad. En realidad me parece que su silencio mismo ha sido elocuente y refleja algunas de las contradicciones de su visión política.
Nació en 1927, en plena dictadura de Juan Vicente Gómez, cuando en la costa Caribe colombiana había una gran cantidad de refugiados políticos venezolanos. En “La Infeliz Caracas”, nos dice que era una categoría especial de exiliados “mucho más nuestra que las otras…Ellos me dejaron a Caracas sembrada para siempre en el corazón, a veces por los horrores de sus cárceles y a veces por la idealización de la nostalgia”. Describe algunos personajes muy cercanos, como Juana de Freites “la mujer que pobló de fantasmas los años más dichosos de mi niñez” y el Dr. Barboza, el médico de Aracataca, gran admirador de Rómulo Gallegos y quien ayudó a convencer a la mamá del Gabo sobre la importancia de la vocación de escritor. En la ciudad donde García Márquez se inicia como periodista, los más importantes políticos venezolanos de la época habían firmado el “Manifiesto de Barranquilla”, donde se comprometen a luchar, entre otras cosas, contra el caudillismo militarista, por la libre expresión, por la libertad de asociación y la autonomía universitaria. Esas ideas, avanzadas para la época, fueron sin duda alguna la base de la discusión política entre los intelectuales de la pequeña ciudad colombiana.
Años después, el 28 de diciembre de 1957, García Márquez llega por fin a trabajar y vivir en esa Caracas que “ha sido siempre para mí algo parecido a una obsesión”. Días después presencia la caída del dictador Pérez Jiménez, modelo importante junto con Juan Vicente Gómez para el dictador del “Otoño del Patriarca”. Comienza entonces un período fundamental en la vida del escritor, en ese momento periodista del área política de la Revista Momento. “Venezuela fue por poco tiempo, pero de un modo inolvidable en mi vida, el país más libre del mundo. Y yo fui un hombre feliz, tal vez porque nunca más desde entonces me volvieron a ocurrir tantas cosas definitivas”. Plinio Apuleyo Mendoza, su gran amigo y compañero de trabajo ha descrito la euforia que sintieron ambos cuando escribieron el primer editorial en la revista, al caer el dictador. “‘En esta primera hora de la democracia, los venezolanos celebramos.’ Tan cercanos estábamos a Venezuela que podíamos escribir así, impunemente.” Entrevistaron, viajaron, fueron incluso compañeros de trabajo de “los más emblemáticos personajes de esa nueva democracia. Ninguno nos fue ajeno”. De esa época le queda al Gabo un amplio conocimiento de la política y los políticos venezolanos, grandes amigos y una compenetración profunda con el destino del país.
Aunque fija su residencia en México, dice de Caracas: “una de las hermosas frustraciones de mi vida es no haberme quedado a vivir para siempre en esa ciudad infernal”. Pero no pierde el contacto con Venezuela y viene con frecuencia al país. No es una casualidad que la casa del escritor Miguel Otero Silva, centro de la vida intelectual caraqueña durante años, se llame Macondo en honor del gran amigo. Cuando regresa oficialmente en 1972 para recibir el Premio Rómulo Gallegos, algunos de sus amigos están en el poder y muchos otros en la oposición de izquierda. Era una Venezuela de diálogo y amplitud. Recibe, por parte de un gobierno demócrata cristiano, un premio que lleva el nombre de un escritor social demócrata cuya presidencia fue interrumpida violentamente por un golpe militar en 1948. García Márquez decide donar la totalidad del premio al partido venezolano Movimiento al Socialismo (MAS). Su Presidente el conocido socialista Teodoro Petkoff muy emblemáticamente usa el dinero del premio para fundar un periódico. El colombiano, que siempre consideramos nuestro, financia así un partido político venezolano y de oposición, sin que nadie lo considerase una intromisión.
Pasan los años y, a pesar de la fama y lejanía, el contacto nunca se pierde. En 1978 escribe “El General en su Laberinto”, el mejor libro que se ha escrito sobre Bolívar, el venezolano que fue a morir en esa costa colombiana tan cercana a nosotros. En el momento de recibir el Nobel en vez de frac y condecoraciones, viste un liquiliqui blanco, atuendo que tenemos en común los dos países y lo acompaña el ritmo de vallenato, la música que se oye en los “carritos por puesto” de Caracas y Maracaibo.
Llega la tormenta de Chávez. García Márquez es gran amigo de Castro, tutor y padre adoptivo del nuevo caudillo venezolano. Sin embargo, y me imagino que a pesar de las peticiones de Castro, publica una sola y reveladora entrevista con el teniente coronel que acaba de ser electo a la Presidencia en 1999. La entrevista termina con la siguiente frase: “Mientras se alejaba entre sus escoltas de militares condecorados y amigos de la primera hora, me estremeció la inspiración de que había viajado y conversado a gusto con dos hombres opuestos. Uno a quien la suerte empedernida le ofrecía la oportunidad de salvar a su país. Y el otro, un ilusionista, que podía pasar a la historia como un déspota más.” García Márquez termina su libro más famoso con una frase desoladora que describe la eterna aventura de los ilusionistas que han acaparado el poder en América Latina “desde siempre y para siempre, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tienen una segunda oportunidad sobre la tierra.”
Maruja Tarre es profesora Universidad Simón Bolívar, Caracas. @TarreMaruja