Hay años que parecen comenzar por la mitad. Como si ya el tiempo les hubiera marcado el rostro. Años que se estrenan con la emergencia de un reloj de arena que se ha roto y va perdiendo su contenido a toda velocidad. Es la sensación que estamos viviendo los venezolanos en este primer párrafo de 2015. La crisis plena de sub-tramas, perfora los días con la atrocidad de una bala perdida. Se agota el tiempo.
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Macaracuay. La joven, con el bebé enfermo a cuestas, se acerca a la cabeza de la gigantesca cola de gente que espera que el Bicentenario abra sus puertas. Objetivo; pañales. Habla con el militar que custodia el orden. Le pide una excepción. Que no tiene con quién dejar a su hijo, que no lo puede someter a esa enormidad de tiempo, que por favor. Los cercanos oyen su pedimento y replican: “¡Haz tu cola!”, “¡No seas viva!”, “¡Cuidado con una vaina!”, le dicen al guardia. Ella entiende que es inútil. Ve al primero de la cola y parece reconocerlo. Pero no atina a precisar de dónde. Al día siguiente, ese mismo hombre le vende a la desesperada mujer un bulto de pañales, que no suele pasar de 130 bolívares, en la escandalosa cifra de 1.500 bolívares.
Más nunca olvidará al bachaquero estrella de la zona.
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El presidente se dirige a una breve dosis de pueblo dispuesta en Miraflores para darle la bienvenida al país. Una veintena de seguidores grita: “¡Vamos, Maduro, al yanqui dale duro!”.
Mientras, en las agencias internacionales se afanan en transmitir profusos análisis sobre el acercamiento entre Obama y Raúl Castro.
Esa sensación de estar en otra latitud de la historia.
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Un día, en la isla de Margarita, en ensayo un atajo para llegar a la playa sin tanto tráfico. Siguiendo el dato de un amigo remonto una colina. Llego a un pueblo. Pierdo la pista. Busco a quién preguntarle el rumbo que me llevará al mar. Pero la resolana quema y las calles están solas. No hay nadie en los porches de las casas. Las esquinas son una foto vacía. ¿A quién le pregunto? Manejo lentamente buscando el perfil de un peatón, algún niño que vuelva del abasto, una señora al ras de las trinitarias. Nada. Parece un pueblo fantasma. El atajo se ha convertido en extravío. Hasta que veo una silueta que camina al otro extremo de la calle. ¡Salvado! Freno a su lado y le pregunto cómo llegar a mi destino. El hombre, con tres gestos, me informa que es sordomudo y sigue su camino. Me quedo perplejo, y sonrío. No sé cuáles son las posibilidades, estadísticamente hablando, de que algo así ocurra. Me toca buscar la ruta de salida por mis propios medios.
Así el país. Nadie nos va a indicar el rumbo. Nadie debe hacerlo. Nos tocan a nosotros mismos.
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Graciela estaba contenta porque por fin había encontrado aceite para cocinar. La marca le resultaba desconocida, pero era un detalle menor. Entonces se fijó en el aspecto del aceite. Raro. Probó un poco. Más raro aún.
El noticiero narró el episodio final: en varios supermercados del estado Táchira han estado vendiendo aceite vegetal mezclado con aceite de motor.
Un crimen.
En un país desesperado, los inescrupulosos hacen fiesta.
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Primera angustia del mes: los pronósticos de los especialistas se están cumpliendo. Le economía ha entrado en caída libre. No hay otro tema de conversación. El país entero se ha convertido en una larga cola. Que no avanza. Que se asfixia en su marasmo. Que tiene años formándose. El socialismo del siglo XXI nos ha convertido en ciudadanos precarios: si no tiene cédula de identidad no podrás alimentarte. Si no tienes el tiempo para envejecer en una cola no podrás alimentarte. Si quieres seguir comiendo lo que comías antes no podrás alimentarte. Olvida tus hábitos, busca lo que haya, madruga, defiéndelo con las uñas, forcejea, compra un puesto en la cola, y no tomes fotos, no asomes tu rabia, conviértete en resignación. Esta revolución exige sacrificios. La humillación es uno de ellos.
Las colas de ciudadanos son el nuevo paisaje urbano. Hay un evidente menoscabo de la dignidad. El gobierno, en un ritornello exasperante -por falso- habla de guerra económica. Pero con registrar un poco la historia se detecta que las colas de seres humanos en pos de comida son escenas comunes en los experimentos de modelos económicos fallidos que ha intentado el mundo.
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En las relaciones afectivas la mentira puede tocar el cáncer. Dejar de creer en el otro es una grave lesión. Así ocurre entre los venezolanos y el gobierno. Como la esposa que sabe de memoria los pretextos del marido ante cada llegada tarde.
La mentira se ha convertido en el acto reflejo de la revolución bolivariana. Maduro y su gabinete insisten en que la gira presidencial fue exitosa. Le ponen fanfarria, cadena, globitos de colores a la noticia, pero nadie les cree. Estamos ante el éxito más clandestino del planeta.
El poder siempre miente, pero maduro ha acumulado méritos para hacer historia. Los venezolanos hemos sido recurrentes en un error. Elegir espejismos. Ya nos hemos dado de bruces contra la mentira demasiadas veces. Basta. No caben más frustraciones. Hemos llegado al punto de quiebre.
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Este año va a pasar algo. Es la sensación general. La frase recurrente. No hay almuerzo, reunión, ascensor o transporte público donde nos se ventile esa noción. Todo están tan grave que muy pocos estiman que la cuerda donde se sostiene el país pueda soportar tanta tensión.
En la televisión se suele anunciar el arribo de la etapa culminante de una telenovela. La historia misma suele dar los síntomas de que se acerca a su desenlace. Los personajes comienzan a descubrir secretos, los conflictos se aproximan a su temperatura de cocción, las escenas se acompañan con música trepidante. El espectador entiende, entonces, que el relato se avecina a su fin. Pero la televisión también sabe mentir. Muchas veces el anuncio de “etapa culminante” le da paso, semanas después, a un locutor que advierte la llegada de los “capítulos decisivos”. Quince capítulos más tarde se promocionan los “capítulos finales”, para luego prologar la espera con la “semana final”, hasta que se agotan los señuelos y llega el tan anunciado “¡Capítulo Final!”.
Venezuela ha pasado, desde hace más de 10 años, por varios momentos donde se sienten los acordes de una inminente resolución. Y luego nada ocurre. La frustración se expande y los fogones del chavismo transpiran humo con más fuerza. Se impone, entonces, ser prudentes. Leer los síntomas con cautela. Al trasluz, en su envés, entre líneas.
En todo caso, así está hoy el país. En clima de etapa culminante.
Hay un detalle acuciante: nadie sabe cuál es el rostro del “después” que se acerca. ¿Acaso la salida de maduro es la coronación definitiva de Diosdado Cabello?. ¿Se avecina una junta de gobierno conformada por civiles y militares?. ¿Son posibles unas elecciones presidenciales antes de lo previsto?. Si la transición viene ¿cuál será su rostro?
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Hace una semana murió en París uno de los poetas argentinos más desconocidos e importantes del siglo XX: Arnaldo Calveyra. La prensa internacional se llenó de reseñas y antiguas entrevistas. Ante una pregunta de El País de España sobre Argentina, Calveyra confesó: “Este país está preso. Por la gente mediocre. La gente mediocre ha tomado el poder. Es un misterio por qué ha sido poseído por la mediocridad. La gente (…) tiene la cabeza una relación perversa y entiende que no se puede gobernar sin robar”. Suena perturbadoramente familiar. Es un escalofrío que nos vincula. Como la muerte de los fiscales Alberto Nisman y Danilo Anderson.
Mediocridad. Allí residen buena parte de los problemas que nos aquejan. En un reportaje publicado por El Nacional titulado “El bajo perfil del equipo contra la crisis” se demostraba que las personas convocadas para recuperar la economía del país poseían más lealtad ideológica que eficacia profesional. “El ser mejor dejó de ser valioso”, sentenció Robert Lespinasse, ex presidente de la Sociedad Venezolana de Psiquiatría. La capacidad y aptitud para un oficio no parecen ser indispensables para acceder a algún puesto en la administración pública de un país en emergencia económica.
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El país es un avión en picada. Y nadie de la tripulación se ocupa de pedir que nos amarremos los cinturones. Se siente el vahído en el estómago. El mareo de la caída.
La oposición también está en su punto de máxima tensión. Si no sabe asumir la responsabilidad histórica que se le presenta habrá fracasado para siempre.
En estos días tanto Henrique Capriles como María Corina Machado han hablado sobre la vuelta de tuerca que están propiciando para ensamblar una auténtica unidad en la oposición. El intento se siente genuino. No hay otra opción. Estamos viviendo el momento más crítico de nuestra historia contemporánea. Salvar el país es imperativo. Ya al venezolano le importa un carajo la retórica política, la ideología, el color de la camisa, el número de estrellas de la bandera. Solo le importa ser normal.
Queremos un país normal.
La música de desenlace está en el aire. Todo parece indicar que hemos llegado al punto de quiebre. O nos ahogamos en el mar de la felicidad socialista o nos salvamos a través del instinto de supervivencia que suele redimir a las sociedades en crisis.
Ya ocurrió la segunda angustia del mes: la Memoria y Cuenta del presidente al país fue un desatino monumental. Todo se precipita.
Se agota el tiempo.
Leonardo Padrón
Etapa culminante
El Nacional. Caracas, 25 de enero de 2015