Si fuera cineasta, ya estaría tras los derechos de lo que luego, sin temor a equivocarme, sería una superproducción, récord en taquilla. A mi película la llamaría “El hijo de Scarface”, algo así como una secuela de aquella que en su momento protagonizara Al Pacino, allá por los ochenta: Scarface, ¿la recuerdan? Solo que en la mía, en mi película –“El hijo de Scarface”– el protagonista no sería un cubano humilde con ansias de dinero y poder llegando a Miami en balsita; escalando posición a punta de malas juntas y negocios ilícitos; sino un criollito, tal vez un soldadito de poca monta –también de origen sencillo, humilde y sin mayores glorias o fortuna– que, de la noche a la mañana –bueno, tal vez, no tan de la noche a la mañana– se convierte, presuntamente, en Tony Montana II o Tony Montana “el Junior” o Scarfacito... el nombre lo decidiría después.
Por supuesto que tendría que hilar muy bien la trama, porque como toda noticia “en pleno desarrollo”, arrancada de la vida misma, cualquier desenlace podría pasar. De lo que sí estoy convencido es de que, en este caso, solo estamos viendo la puntica del iceberg. ¡Apenas se está asomando un rayito de sol! Tendría además que ponerle al guión su toque de humor, con algún personaje secundario que, en su afán de adular al “supuesto” capo y, por supuesto, defenderlo de las calumnias que están diciendo en su contra para desprestigiar al “santo varón”, abrirá la boca para decir alguna barbaridad con la que, creerá, se la está comiendo; pero que enfurecerá al mafioso, haciendo caer al segundón en desgracia. Pero, es que no podría esperarse nada menos del personajito de relleno, que gustara de decir sandeces –porque a eso nos habrá acostumbrado–; pero que, hecho el tonto, también habrá logrado amasar su nada despreciable fortuna, que exhibe –a pleno sol– luciendo sus relojes de marca, trajes de lujo y accesorios Louis Vuitton.
Película que se respete siempre tiene que tener algo de romance. Así que ingeniaré alguna subtrama con las aventuras amorosas de “El hijo de Scarface” a quien, a lo mejor, vinculo con alguna actriz o cantante que, quizá, en uno de sus arrebatos de celos por una montada de cachos in fraganti, decidirá autocancelarse los servicios brindados y las loas proclamadas en apoyo a la revolución. Ah, claro, en algún momento me tocará darle a mi guión algún contexto político, y hablar de revolución siempre ha tenido su toque de grandilocuencia. Volviendo a la subtrama, le indicaré al director que haga un primer plano de la cara de la actriz, la cual revelará sus paticas de gallo y sus continuas visitas al quirófano, esas que le borraron los rasgos con los que alguna vez logró un papel protagónico. La dama en cuestión caminará cautelosa hasta la caja fuerte. Tendrá miedo de ser descubierta por el hombre que todos temen por su discurso camorrero y amenazante; pero, a quien se unió, en principio, haciéndole creer que compartían ideales. Abrirá la caja fuerte, cuya combinación memorizó de tanto que vio al supuesto capo abrirla y cerrarla para guardar las pacas de billetes verdes que, hasta ese momento, todos desconoceremos de dónde sacó. Tal vez en ese instante, entre escena y escena, como hacían en el cine mudo, meto un cartel con algún refrán: “Ladrón que roba a otro ladrón, tiene cien años de perdón”…
En alguna toma, pondré a mi protagonista a repetir este diálogo, sobre todo, porque quiero aspirar al premio Oscar. Y de su actuación dependerá su nominación como actor principal:
—¿Llegó el alijo a los almacenes de la costa? –preguntará el protagonista a sus lacayos, sin sospechar que uno de esos serviles guardianes, está cogiendo dato de los movimientos y negocios del hijo de Scarface, para luego pirarse rumbo al viejo continente, abrir la boca y “cantar” todo lo que presenció. Un desertor al que el cártel en pleno tildará de vendido, en un afán por zafarse de acusaciones. Dirán, para quedar como niños de pecho, que el seguridad aceptó soborno para dañar la imagen de la revolución.
—Tenemos que cobrar los servicios por la mercancía entregada y distribuida, exitosamente –ordenará a otro de sus súbditos– y que ese dinerito me lo manden en efectivo. Yo prefiero tenerlo aquí, debajo del colchón.
Contando fajos y fajos de verdes –¿por qué será que esos billetes están impresos con el mismo color de los uniformes militares? ¿Será esa la razón por la que a los castrenses les gustan tanto? ¿Quizá porque combinan mejor con sus trajes y les engordan sabroso las billeteras?–, así es como lo recordarán sus allegados que, de flash back en flash back, me ayudarán a reconstruir la historia que voy a narrar.
Pero como quiero que mi largometraje se convierta en un filme de ciencia ficción –que nada tenga que envidiarle a los que hace George Lucas– pondré al hijo de Scarface vestido con una braga naranja, llegando a Washintong DC, para comparecer ante la justicia. La ciencia ficción siempre es un éxito de taquilla y los venezolanos merecemos una película con ¡final feliz! Si al menos no es feliz, algún final que nos haga creer que la justicia tarda pero llega, y que el delito, llámese narcotráfico o corrupción, no queda impune ni se sale con las suyas.
mingo.blanco@gmail.com@mingo_1
José Domingo Blanco Mingo
El hijo de “Scarface”
El Nacional. Caracas, 31 de enero de 2015