Una querida comadre, octogenaria ella, se lamenta y horroriza del estilo de vida que llevamos. Se espanta de solo ver cómo estamos viviendo los venezolanos. “Te puedo asegurar que esto es algo nunca visto, Mingo”, remarca para dejar por sentado su rechazo a lo que sufrimos y que, en la plenitud y lucidez de sus ochenta y pico, no justifica. Por supuesto, achaca las culpas de este empobrecimiento acelerado al despilfarro de los quince años de gobierno y a la mediocridad de quienes lo ejercen, “que ni primaria aprobada deben tener, porque al menos los bachilleres de antes salían bien preparados”. Mi comadre, se compadece de nosotros porque “a tu edad, Mingo, Elías, con su trabajo, lograba llevarnos de vacaciones todos los años, teníamos casa propia, comprada con un crédito que fue pagando mes a mes y cada cinco años también cambiábamos de carro, que también compraba a crédito”. ¡Caramba, qué distantes estamos de esa Venezuela y qué lejos estamos de la vida que Elías le dio a su familia! Pienso. Mientras, la oigo consciente de que su lamento y compasión son el calvario nuestro de todos los días, compartido por miles de venezolanos. La frustración, el desasosiego, el hastío, la depresión y sobre todo el miedo, son esos malos atributos, muy contagiosos, contra los que pareciera no haber repelentes en estos momentos.
Pero, a pesar de todo, a pesar de cuán negro luce el panorama, sigo bregando y apostando por esta tierra de queso telita... La tierra de mis Tiburones de La Guaira. No, no es masoquismo: lo que me hace estar en Venezuela son las ganas de verla levantarse de sus cenizas. Los deseos de reconstruirla junto con tantos otros compatriotas cuando superemos esta pesadilla que nos acogota. Sobre todo, ver que regresen los que se fueron, y aprovechar su experiencia adquirida para edificar un país que luzca una nueva cara de progreso.
Es verdad que el precio del barril de petróleo sigue bajando. Y que, cuando pensamos que ya estábamos tocando fondo, aparece la pala retroexcavadora para seguir abriendo el hoyo por el que seguimos hundiéndonos. Es típico que los economistas, cuando se acerca este último trimestre del año, siempre nos dan sus proyecciones para el venidero. De un tiempo para acá, el pronóstico nunca es esperanzador. Las cosas van mal y se pondrán aún peor según los expertos –esta suerte de profetas de una realidad que huele a desastre–. Todo parece indicar que están muy lejos los días en los que se resolverán la escasez y la inflación.
Razones para irse de Venezuela, en este momento, hay de sobra. Sin duda. Es más, respeto a quienes tomaron la decisión porque es válido apostar por un futuro mejor, que no aparece por ninguna parte en nuestra geografía. La vida en otros países, contada por los venezolanos que se fueron, no suena a vacaciones, folleto de viaje, turismo ni diversión. Para salir adelante, les toca apretarse los pantalones. Recuerdo que hace poco, en otro artículo que escribí, les pedía a esos centenares de compatriotas que regresaran, como en aquella época de la Fundación Gran Mariscal de Ayacucho. ¿Recuerdan? Los muchachos se iban, estudiaban y retornaban para derrochar talento de sobra en la patria. Soy consciente de que hoy no está nada fácil regresar.
Y cuando hago mención del queso telita, por cierto –aunque también pude citar a mi amada isla de Margarita, el Salto Ángel, el ají dulce, Los Roques, la cachapa, nuestros quesos blancos, la arepa pelada o el chocolate, y paremos de contar– lo hago porque hace poco me tropecé en el CCCT con un viejo amigo que tenía tiempo sin ver porque, como muchos otros, se había marchado del país. Lo vi pidiendo una empanada y un jugo de guanábana en un concurrido local de ese centro comercial. Me sorprendió encontrarlo porque la última vez me había dicho que se iba, a pesar de sus años, convencido por los hijos de que este ya no era un buen lugar para permanecer. Por supuesto, le pregunté por qué había regresado. Me respondió tajante: “Porque estoy muy viejo para vivir en un país donde no hay queso telita, vale”, y le metió tremendo mordisco placentero a esa empanada rellena con su razón para retornar.
También recuerdo que hace unos meses tuve la oportunidad de realizar unas entrevistas a tres exiliados cubanos que vivieron la represión y los desmanes de los primeros años de Fidel Castro. Todos coincidían en que, si bien al inicio comulgaban con el cambio que proponía Castro, no hizo falta que pasara mucho tiempo para que se dieran cuenta en qué depararía la nación en manos de Fidel. Luego de cumplir con sus condenas, abandonaron Cuba y vinieron a parar a Venezuela, a la que rápidamente asumieron como propia. A todos les hice la misma pregunta: ¿Qué les recomendarían a los venezolanos que sentimos que vamos directo al comunismo? Todos, sin excepción, respondieron: “Que no se vayan del país. Que se opongan a este régimen, que a todas luces, se perfila como Castro-comunista”. Obviamente, mi pregunta, después de escuchar estas respuestas, era obligatoria: ¿Pero ustedes lo hicieron? Ustedes se fueron de Cuba”. “Por eso sabemos lo que estamos recomendando: no debimos marcharnos nunca. Quizá la dictadura cubana no sumaría tantos años”.
José Domingo Blanco (Mingo)
Allá no hay queso telita
El Nacional. Caracas, 25 de octubre de