Saldo de dos semanas de vacaciones con mis hijos: un elefante de 2.500 kilos me aplasta contra la cama. Allí ando, bocabajo, la espalda demolida, las articulaciones crujiendo, la billetera en ruinas y una sonrisa de satisfacción que no admite ser desalojada por el tonel de oscuras noticias que signan al país.
Se supone que todo viaje recreacional entraña el descanso como primer mandamiento. Pero un viaje, no importa su naturaleza, es también esfuerzo, ahínco. Cuando sales de tu hogar, sales de ti. Hay un extrañamiento en proceso. Tu rutina queda abolida y entra en juego el vapor de lo distinto. Apenas despertarte, tu mirada entiende que debe acoplarse a otro juego de relaciones con el mundo físico. Incluso si es un espacio conocido. Ya no estás en tu siempre. Los cinco sentidos lo saben.
Vacacionar debería ser también considerado un deporte.
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Junto con mis hijos, mi pareja, y mis cuñados -regios anfitriones- viajo a Tampa por una carretera que no conoce curvas. La vía es una bala recta sin descanso. Una tempestad va borrando con mano rápida el paisaje. La Bahía de Tampa es denominada la capital de las tormentas eléctricas. Pero aún estamos a tres horas de allí. Conduzco por intuición mientras el cielo lanza una multitud de agua. Los relámpagos dibujan arabescos. Una sensación de vulnerabilidad me invade. Si estuviera en la Autopista Regional del Centro me devolvería. Es lo primero que pienso. Sería imposible sortear los baches y los delincuentes de la ruta. La tormenta dura hora y media y el gran espacio americano no deja de tragar agua. Delante de mí, en una camioneta, van mis cuñados y sus hijos. En su vidrio posterior hay dos palabras pintadas en blanco: “SOS Venezuela”. No han querido borrarlas a pesar de que la efervescencia de la protesta internacional ha cesado. Saben que Venezuela sigue en emergencia. Corrijo: en coma. El camino de Miami a Tampa dura cuatro horas y el paisaje que sigo es ese: una camioneta negra que ondea una frase de auxilio.
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Llegada a Legoland, en Winter Haven, un parque temático basado en los pequeños ladrillos del Lego de mi infancia. Mis hijos se abisman mientras yo recuerdo que gracias a un juego de Lego descubrí el misterio del Niño Jesús. Un sendero nos conduce al mayor alarde del parque: ciudades enteras reproducidas en Lego (New York, Washington, San Francisco, Las Vegas). Pienso en las frágiles construcciones de la Misión Vivienda. Ese desbarajuste de la arquitectura de la prisa. El Niño Jesús: un espejismo entrañable. El Comandante Galáctico: el adjetivo autor de una estafa.
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Parada en una bomba de gasolina. Mis hijos se asombran con la versatilidad de productos que hay en el local: “¡Aquí hay más comida que en un supermercado venezolano!”. Descuelgo un mohín de resignación. Los apuro en ir al baño. Y el país que se asoma en todas partes.
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Próximo destino: Busch Gardens. Trescientos treinta y cinco acres de pura adrenalina. El parque de montañas rusas más salvaje de los Estados Unidos contiene a tres de las mejores del mundo. No es un buen sitio para mí. Hace tiempo renuncié al vahído de las caídas libres y los loops interminables. Las colas para cada roller coaster del verano en Florida son menos largas que las que persisten para comprar un pollo en un Bicentenario. Imposible no asociar cada montaña rusa con la crisis nacional. Sheikra, una de las novedades, posee una caída en picada alarmante. El calor me hace delirar y veo a Rafael Ramírez y Nicolás Maduro en el primer vagón. Primera bajada: la economía cae en noventa grados, el pueblo lanza alaridos. El vagón sube: la delincuencia remonta. Rodríguez Torres habla de los cuadrantes de seguridad: la morgue colapsa. Otra bajada de pasmo: el dengue ataca, la chikunguya nos rodea, no se consigue Acetaminofén, prohibido decir socorro. Nuevos gritos. El vagón da vuelta en círculos, la Asamblea Nacional también. Nueva bajada, corta, inesperada: el petróleo se desploma, los pasajeros alzan los brazos para atenuar el vértigo. La montaña rusa asoma una O monumental, la oposición anda toda de cabeza. Cheetah Hunt es la mega atracción, te lleva de 0 a 70 millas por hora en segundos. Como el sacudón del dólar negro. Como la debacle económica. Hay giros de todo tipo, emociones fuertes, pies colgando en la nada, aceleraciones endiabladas. El país. Desafiando la gravedad y su ley.
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Imagen: veinte monjes tibetanos, ataviados con sus túnicas naranja, hacen cola para una de las montañas rusas más altas. Los maestros de la meditación han decidido conocer, en cambote, la mayor fábrica de gritos del mundo.
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San Petersburgo. La breve ciudad nos regala un domingo pintado por Monet. Parece que hubiéramos llegado a la orilla de la serenidad. No hay mejor antídoto contra el tráfago de gargantas heridas que deja Busch Gardens. La plaza que mira al mar es una postal exacta de la placidez. A pocas cuadras, hay un lugar de peregrinación: El Salvador Dalí Museum, según muchos, el mejor museo del estado de Florida. Entre óleos y acuarelas están algunas de sus obras cardinales. Los amantes del arte prefieren dar vueltas en esa montaña rusa que era el cerebro de Dalí, el mismo que dijo: “¡No podéis expulsarme porque Yo soy el surrealismo!”
Una ardilla merodea. Constanza, mi hija, pregunta al rompe: “¿Las ardillas tienen riñones?”. Al fondo, la gente se toma fotos al lado de los bigotes gigantes de Dalí.
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Juan Villoro habla de “los atardeceres líquidos de Turner”. En Clearwater, de cara al Golfo, presencio uno. Lo guardo a doble llave en la memoria.
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Regreso a Miami. La recta infinita. El graffiti blanco rebota en mis pupilas: “SOS Venezuela”. Durante cuatro horas más.
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En la playa de Hollywood, Florida, estamos reunidos un grupo de venezolanos. La conversación toca los temas previsibles: ¿estamos cerca de la implosión social?, ¿se debió haber entregado Leopoldo López?, ¿Maduro es así por diseño o por fatalidad? Se acaba el hielo, pero no los temas. Mi hija asoma otra pregunta: “¿Por qué ustedes los adultos siempre están hablando del país?” Le explico. Y repone: “¿Si el país no estuviera como está de qué hablarían?” Trato de recordar qué conversábamos en otros tiempos. Sólo atino a responderle: “Te aseguro que antes éramos mucho más divertidos”.
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La vida cabe en dos maletas. Eso ha comprendido un millón y medio de venezolanos en los últimos años. Cuando decides abandonar el país tu vida se reduce a dos simples maletas. No hay espacio para el apego. Sería exceso de equipaje. Sólo fotos: eso que llaman la memoria.
Ya mis hijos, a sus doce años, han iniciado los adioses. A un mes de haber terminado la primaria, Santiago despidió a uno de sus mejores amigos, que ahora vive en Miami. Lo visitamos en Doral. El parque donde nos encontramos posee cuatro canchas de fútbol y cuatro de basket. La grama parece un día de estreno. Dejo a mis hijos allí toda la tarde. Ese día hacen algo que ya no puede realizar ningún niño de clase media en Caracas sin poner en riesgo su vida: montan bicicleta. La infancia, como era antes.
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Una gran amiga me envía una foto por whatsapp. Es una imagen de cajas embaladas. “Me regreso a Venezuela”, escribe. En mitad del éxodo feroz de venezolanos, alguien decide comerse la flecha. No pudo digerir el desarraigo.
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“Los adultos desperdician las ventanas”, dice mi hijo en el avión de regreso. Tiene razón. Los niños saben volar mejor que los adultos. Le consagramos poco tiempo al idioma de las nubes. En mi caso, los aviones se han convertido en mi mejor salón de lectura. Es improbable ser interrumpido por el mundo exterior. Santiago pregunta por qué subrayo frases en el libro que leo, un texto estupendo -Los Ejércitos- del colombiano Evelio Rosero. Por la manera en que están dichas ciertas cosas, apunto. Por la belleza o la revelación. Y le leo algo. Sonríe. Descubre que es cierto. En una línea se habla de un silencio amarillo. A veces tiene color el silencio, eso descubre.
Entonces nos callamos. Y me pongo a ver la nada por la ventanilla del avión. Trato de volar como él.
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El avión de Santa Bárbara despegó a la hora prevista. Los pronósticos eran desalentadores pues el día anterior, el mismo vuelo (10:15 pm) fue aplazado para el día siguiente (8:00 am). A la tripulación se le nota el milagro en la cara. Una azafata -con sorna- me dice que debería entrevistarlos para Los Imposibles: “Imposible que Santa Bárbara salga a tiempo”. Aterrizamos a la 1:30 am. Luego del trámite de inmigración se activa un misterio recurrente: la demora de las maletas. Siempre tardan más en viajar que sus dueños. Comienzan las rudas diferencias entre el primer mundo y la patria, patriaaa, patria queridaaaa! Nadie sabe por cuál correa llegará el equipaje. Las cinco máquinas están inertes, dormidas. Las pantallas de información apagadas. Allí aún no ha llegado la noticia de que el vuelo aterrizó. La gente se esparce, busca adivinar, elige una correa o la otra, es como jugar lotería. Los pasajeros se disputan los pocos carritos para cargar el equipaje. Interactúan para hacer más llevadero el cansancio. Alguien lanza el comentario temido: “Abajo deben estar haciendo fiesta con las maletas”. Ese “abajo” es otro misterio. El ruego colectivo es que el equipaje aparezca completo.
Nadie entiende por qué la línea aérea nacional tiene un vuelo de regreso de Miami a las diez de la noche. Lo que te lleva a salir del aeropuerto de Maiquetía a las tres de la madrugada. Un horario suicida para subir a Caracas. Lo que viene, nadie lo sabe. Quizás mañana sea un día normal donde puedas ironizar sobre el cansancio de las vacaciones. O no. Quizás la muerte te esté esperando en cualquier curva para decirte bienvenido.
En Florida abundan las montañas rusas. En Venezuela también, pero no son un divertimento, sino vértigo existencial. La vuelta a la patria emociona y asusta. Cada noticia es una caída en 90 grados. Somos los fragmentos de un sobresalto interminable.
Leonardo Padrón
Fragmentos de una montaña rusa
El Nacional. Caracas, 28 de septiembre de 2014