viernes, 30 de octubre de 2015

Axel Capriles: El discurso de necrofilia de la revolución o el sambenito de la muerte heroica

 

Hay algo empalagoso, histriónico, en los gritos de patria o muerte de la revolución. Es como una muerte campaneada con un vaso de whisky Johnnie Walker, Blue Label, al borde de una piscina de hotel, una muerte sin horror, sin sentimiento, mediática. La revolución bolivariana, no importa el esperpento, ha instalado la necrofilia como lineamiento de mando, como forma de dominación y gobierno. Una necrofilia bullanguera que ha pasado de ser propagandística y simbólica a convertirse en literal y concreta. La atracción por la muerte aparece como fingida canción romántica en el uso reiterado de la retórica mortuoria, el culto a los héroes muertos o el imaginario revolucionario del sacrificio y el martirio en medio de un mar de dólares y artículos de consumo conspicuo, pero además ha tomado las calles y la sociedad entera para convertir el país en una capilla ardiente.
El poder es, en última instancia, la potestad para disponer de la vida del otro —la fuerza para acabar con el otro. No hay majestad ni dominio sin temor del fin de la vida. “Homo homini lupus”, el hombre es el lobo del hombre, locución de Plauto sobre la que Thomas Hobbes construyó su teoría sobre el origen y nacimiento del poder y el Estado. Por ello la imaginería de la muerte está tan ligada a la retórica arquetipal del autoritarismo y el totalitarismo. La sangre, la guerra y la muerte son temas recurrentes en el libro de Adolf Hitler, Main Kampf Mi lucha, en sus alocuciones y discursos. Ese embeleso con la sangre aparecerá expresado en el rojo de la bandera con la esvástica. Hitler tenía una especial fascinación por la conflagración apocalíptica y construyó un culto necrófilo con la sangre vertida en el putsch, el golpe fallido de 1923, como agua bendita del movimiento nacional socialista. Su canción favorita era la Liebestod Muerte de amor—, el aria final de Tristán e Isolda de Richard Wagner que celebra la muerte como supremo deleite, la misma gloria que solemnizan Sigfrido y Brunilda, la exaltación romántica de la muerte como aniquilación, triunfo, redención y trascendencia.
La veneración y conmemoración de los héroes muertos y el sacrificio conformaban el argumento central de la identidad y el ethos del Tercer Reich. Hitler encargó la construcción de las tumbas de la Königsplatz para los “Mártires del Movimiento”, templos con ocho sarcófagos cada uno con los caídos en el putsch enmarcados por grandes columnas de caliza amarilla. A Paul Ludwig Troost encargó el templo del Guardián Eterno y a Wilhelm Kreis las Totenburgen, Ciudadelas para los Muertos, una red de inmensos mausoleos que rodearía el imperio. Esa ética de la muerte tuvo, también, repercusiones escultóricas. Las obras de Arno Breker, el escultor preferido del Führer, expresaban los ideales de fuerza, voluntad de combate, virilidad, heroísmo y disposición a morir.

Los rituales políticos en torno a la muerte latían en el cuerpo interior de nazismo alemán tanto como en el fascismo italiano por lo que morir por el Duce o el Führer era la más excelsa meta a la que podían aspirar las juventudes hitlerianas o fascistas. No quedó atrás la Falange y el franquismo español con “el necrófilo e insensato grito”—Unamuno dixit— que hizo famoso al militar español José Millán-Astray: “Muera la intelectualidad traidora. ¡Viva la muerte! Una ridícula y repelente paradoja —otra vez, Unamuno dixit— que ni siquiera los más esclarecidos chavistas han logrado descifrar.
El padre y tutor de la necrofilia chavista ha sido, sin embargo, el gran Mefistófeles latinoamericano: Fidel Castro. En marzo de 1960, a las puertas del cementerio de Colón, en la Habana, Castro acuñó su consigna “¡Patria o Muerte!” como alternativa entre libertad y muerte en su discurso sobre las víctimas del atentado del buque francés le Coubre. Cuarenta años después, la disyuntiva cubana reapareció en Venezuela como “patria, socialismo o muerte. Venceremos”, expresión convertida en eje del diferencial semántico del florido discurso bolivariano. Desde entonces, todo buen revolucionario, todo abnegado seguidor del comandante supremo y líder eterno, rasga sus vestiduras y lanza melodramáticas proclamas con su voluntad y disposición a sacrificarse y morir para salvar el rumbo de la revolución destinada a la vida eterna.  Es la muerte del individuo por la inmortalidad de los ideales en medio de un ambiente rociado con pachuli edulcorado y reggaetón de fondo. Todo sea por el amor a la patria.

¿Es el culto a la muerte una novedad en un país subtropical tan dado a la rumba y el pachangeo? ¿Cuándo antes en nuestra historia había predominado un imaginario de la muerte, del héroe sacrificado, de la guerra y la destrucción, del sarcófago y el mausoleo, como el que prevalece en la actualidad? De entrada, pareciera contradictorio que la oscuridad de los ritos funerarios y mortuorios pudieran prosperar en medio de la luminosidad extrovertida del mar Caribe. Pero el hito referencial de nuestra identidad colectiva se ancla en la exaltación de los héroes muertos. Ya Simón Bolívar había demarcado los sentimientos de pertenencia e identidad colectiva con un decreto a muerte y de exterminio racial, pero, adicionalmente, la dirigencia política y la burguesía terrateniente y comercial venezolana se abocaron, desde el mismo siglo XIX, pocos años después de la independencia, a construir una ideología popular basada en la veneración del héroe, en primer término Simón Bolívar y luego la corte secundaria formada por todos los demás próceres de la guerra de independencia. El heroísmo, sin embargo, es, en su esencia, un código de guerra, pillaje, destrucción y muerte.
Él óbito y fallecimiento temprano constituyen a los personajes épicos. El paradigma es Aquiles, el más grande y prestigioso de los héroes Aqueos en la Ilíada. Advertido por Tetis del destino que le espera según sea su elección, una vida larga y sedentaria, rodeada de afectos, o una vida corta cubierta de gloria si va a la guerra de Troya. Escoge morir pronto en Troya. No visualizamos, obviamente, a los miembros del Partido Socialista Unido de Venezuela ni a los oficiales de charretera y dorados soles encarnados en el cuerpo de Aquiles, pero la mentalidad heroica persigue a los bolivarianos contemporáneos con el deslustre de una psicología anacrónica. Aquí, en nuestra tierra, en esta patria de enunciados y apariencias, el llamado a la muerte no pasa de ser una fanfarronada, una bravata vestida de bandera. ¿Qué buscan, entonces, los líderes de la revolución bolivariana con tan abundantes referencias necrológicas?
Después de la peste negra, en la Edad Media, en Europa, se hizo habitual que las personas llevaran pendientes o anillos con imágenes de la muerte. La multiplicación de Imago Mortis era un recordatorio constante de la finitud y fragilidad de la vida, de nuestro breve paso por este mundo, de nuestro sometimiento a la voluntad y justicia divina. Las imágenes de muerte producen, consciente o inconscientemente, inseguridad y sentimientos de debilidad. Por ello son representaciones favorecidas por los regímenes autoritarios. El poder necesita individuos decaídos, temerosos, exánimes. Las personas entusiastas, seguras de sí, confiadas en la vida, dispuestas a defender su existencia individual frente a los embates del colectivo, son una antipática amenaza para el poder.

Los trabajos de Ernest Becker y una inmensa cantidad de investigaciones empíricas en diferentes países han demostrado que pensar en la muerte aumenta la ansiedad residual y la necesidad de protección y seguridad. Incrementa la escogencia de líderes fuertes y visionarios en lugar de líderes orientados a tareas, instrumentalmente eficientes, responsables y dados al trabajo en equipo. El sentimiento de inseguridad que produce la consideración de la muerte nos hace sensibles a líderes carismáticos que resaltan nuestro valor y pertenencia a un grupo y nos hacen partícipes de una misión heroica. Las imágenes de terror y fallecimiento estimulan el espíritu gregario. El recuerdo de la muerte aumenta la identificación con el propio grupo e incrementa el rechazo de los grupos distintos, portadores de un mal que es preciso vencer. La mortalidad, la sóla idea de la inevitabilidad de la muerte, el hecho de que la muerte puede alcanzarnos en cualquier momento tienen efectos políticos y trabajan a nivel inconsciente en pro de la sumisión.

En el caso venezolano, sin embargo, el uso simbólico de la muerte ha desbordado el utilitarismo político para desembocar en una epidemia de violencia y de maldad que está diezmando a la población con tasas de homicidios pocas veces vistas en la historia de la humanidad. Ya no es asunto de una épica heroica. Ya no morimos por grandes causas. La muerte se ha convertido en un hecho banal, en un suceso cotidiano que nos persigue a diario mordiendo nuestros talones. Y es que el discurso tiene un poder constitutivo sobre la realidad. La vida social supone formas que fundamentan el orden y la convivencia. El culto a la muerte y la retórica mortífera y guerrera suponen la disolución de las formas constituidas —la destrucción de la estructura del ser.

El homo sapiens se caracteriza por ser el único animal que se ha impuesto a sí mismo un conjunto de interdictos y prohibiciones en torno al sexo y la muerte. En ello consiste nuestra humanidad. El culto heroico a la muerte, la guera, la épica, son formas rituales de transgresión. Pero vaciados de espiritualidad y cortapisas morales, usados como retórica melodramática, estereotipada y hueca para dar sentido al sin sentido y encandilar a las masas. La transgresión ha perdido sentido y se ha vuelto profana. Sin mitos y sin convicciones, las espadas ensangrentadas de los héroes terminaron en las manos de los adolescentes socializados en la forma de vida de la violencia delincuencial. Nos toca ahora cerrar el triste capítulo de la pérfida épica bolivariana para rescartar nuevamente las virtudes civiles de la vida republicana.

Axel Capriles
El discurso de necrofilia de la revolución o el sambenito de la muerte heroica
El estímulo. Caracas, 30 de octubre de 2015