No importó que Maduro usara como chivos expiatorios a inmigrantes pobres; no importó que marcara sus casas y las destruyera ni que los desterrados se vieran forzados a cargar colchones y muebles a través de un río, como parias o refugiados de guerra. Ningún país levantó la voz para decir lo evidente; nadie puso los puntos sobre las íes recordando que ese tipo de acciones no son de este siglo. Tomar la parte por el todo y achacarle los crímenes de unos cuantos a toda una comunidad, llámese colombianos, judíos o árabes, es un acto desde todo punto de vista inaceptable. Es verdad que cada país latinoamericano tiene tantos problemas internos y tantas rencillas silenciosas con sus vecinos, que buscar conflictos donde no se les han perdido supone complicarse aún más la existencia. Pero entonces dejemos la mentira latinoamericanista y esos pomposos discursos que enarbolan la integración, el legado de Bolívar, el arielismo, la dignidad o cualquier otra simpleza demagógica. Latinoamérica está sola, como tantas veces dijo García Márquez, pero no porque Estados Unidos o Europa nos desprecien o quieran sólo nuestras riquezas, sino porque nunca ha sabido protegerse de sí misma.
Está sola porque ningún país de la región es capaz de ejercer un liderazgo democrático que impida el tipo de atropellos que Nicolás Maduro cometió en la frontera colombiana. Desde que la OEA evitó sancionar a Fujimori cuando dio un golpe de Estado en el Perú, su efectividad para defender la democracia quedó en entredicho. En cuanto a Unasur, el asunto es mucho más patético. ¿Cómo es posible que el secretario general de un organismo internacional latinoamericano sólo tenga como credenciales la incompetencia y la corrupción?
Nuestro latinoamericanismo ha sido una linda quimera detrás de la cual se han legitimado la oclusión de libertades y la erosión de la democracia. En los sesenta y setenta los militares formaron un club criminal especializado en la desaparición de civiles y la violación sistemática de los derechos humanos en todo el continente. Luego, a finales de los noventa, el Socialismo del Siglo XXI perfeccionó una nueva manera de asaltar el poder desde el poder, saqueando las instituciones y torciendo todas las reglas del juego democrático. Y en el interludio, la democracia no sirvió para consolidar instituciones capaces de frenar la corrupción. Siempre hemos andado a dos marchas. Unos países intentando ser democráticos y otros intentando disimular su autoritarismo. Esa falta de sincronía ha imposibilitado integrar al continente o crear instituciones supranacionales que sirvan de árbitros en los conflictos regionales. Hasta que la democracia no arraigue de verdad en Latinoamérica, cada país seguirá solo, lidiando con sus propios problemas o haciendo lo que ha hecho Maduro: buscar enemigos externos a los cuales culpar de todos sus males.
Carlos Granés
Maduro y la soledad latinoamericana
El Espectador. Bogotá, 4 de septiembre de 2015