viernes, 22 de mayo de 2015

Gisela Kozak Rovero: El resentimiento quiere un título universitario

El odio, hermano mayor del resentimiento, es mal visto pues suele decirse que envenena a quien lo siente y genera negativas consecuencias colectivas en forma de genocidio, guerra, asesinato, tortura, exclusión. Ahora bien, históricamente el odio ha tenido un lugar nada despreciable: el Decreto de Guerra Muerte del Libertador contra españoles y canarios convierte el odio en razón de Estado, lo incita en cuanto acto patriótico. Nelson Mandela no perdonó a sus enemigos porque era un buen cristiano (o por lo menos no exclusivamente); perdonó porque convenía políticamente y porque no quería para su país el destino de la Zimbabue del odio de Robert Mugabe, un mar de venganza, pobreza y fracaso. El perdón cristiano llevado a estrategia política es muy siglo XX. Durante milenios el odio construyó imperios, cultura, naciones y familia mano a mano con el genio, el machismo, el trabajo, la riqueza, las ambiciones, los ideales y el combate. Las guerras mundiales pusieron en duda que el súmmun de la identidad masculina fuese el militar, pero este aserto era impensable antes: de estatuas de guerreros que en vida fueron alimentados por el odio tanto como por la estrategia, la riqueza y los ideales están sembradas las plazas en todas partes del mundo. El guerrillero es el descendiente del guerrero de acuerdo a la épica pop de los sesenta; el militar golpista que luego se mide en elecciones también.
No defiendo el odio: sopeso su influencia y su diferencia con el resentimiento. El odio no paga en un país como Venezuela, paga el resentimiento. El resentimiento es odio no ejercido; al no poder llevar a cabo la venganza que implica la muerte, queda el resentimiento: envidia, calumnia, mentira, hipocresía, inconsistencia, tortura. El resentimiento es reconocer que el otro es lo que se quiere ser pero no se puede.
Del odio puede quedar un Simón Bolívar pero del resentimiento un Diosdado Cabello. Del odio se alimentaron quienes asesinaron a Rafael Leónidas Trujillo, el dictador de República Dominicana; de resentimiento la Fiscal General de la República y los dos ministros de educación cuando intentaron enterrar décadas de vida universitaria bajo la sospecha del ingreso estudiantil por mafias o tráfico sexual y de influencias.
Un gran éxito revolucionario ha sido el de convertir el resentimiento en política pública. Solo el resentimiento puede justificar el rechazo al mérito académico. Las calificaciones vuelven a ser protagónicas; sí, las calificaciones de los liceos públicos que regalan una nota porque no tienen profesor de matemáticas o inglés valdrán lo mismo que las de los liceos que sí imparten estas asignaturas. Imposible de entender para los resentidos que las pruebas tratan de evaluar si un alumno con un promedio de quince en un liceo sea tan bueno o mejor que uno de veinte en otro. Los revolucionarios solamente aceptan el mérito entre machos: Chávez es un dios y los demás apenas sus hijos que jamás lo alcanzarán. También aceptan el mérito deportivo y el musical, ahora bien: ¿se imaginan que en las Grandes Ligas, el mundo de la música sinfónica o en las Olimpiadas se apliquen los criterios de admisión que el gobierno pretende imponer en las universidades autónomas del país? Oiremos versiones desafinadas de Beethoven, apagaremos el televisor porque más divertida será la caimanera de los vecinos que un juego de las Grandes Ligas y no se gastará un centavo en certámenes deportivos porque, con ver a los amigos brincando, basta.
Otro criterio de admisión, el favorito de los resentidos: el origen social, un asunto azaroso. Que personas de origen popular  lleguen lejos en el deporte, la música o la ciencia depende de una excelente educación y ayuda económica adicional que permita la exploración de sus aptitudes. El criterio es “tú puedes”, no “te tengo lástima”. El sistema de orquestas y las escuelas deportivas infantiles deben estar abiertas a todo los niños y jóvenes, como la educación básica y técnica de calidad. Pero graduarse en Física, Ingeniería, Educación, Letras o Medicina en la UCV, la USB, la ULA, UDO, UC o LUZ debería ser el equivalente a tocar en la Orquesta Sinfónica Simón Bolívar, formar parte de la Vinotinto o las Grandes Ligas, participar en las Olimpiadas. Para los que no tengan este nivel, hay otras universidades, colegios universitarios, centros de formación. El sistema de orquestas y la selección nacional de fútbol deben tener su equivalente académico; las buenas orquestas regionales y locales también. La educación debe ser para todos, pero ciertas actividades académicas serán para algunos y requieren de centros de excelencia: el futuro inventor de una técnica médica; el pensador que renovará la discusión sobre la democracia; la joven física que participa en un proyecto científico de alcance mundial.
Creo firmemente en la educación pública, pero las universidades se han convertido en un centro de certificación laboral y en el medio donde los resentidos esconden que su talento les da para participar en caimaneras y no en las filas de los Leones del Caracas. El resentimiento se refuerza con la ignorancia, la falta de ética  y la estulticia: ¿vale una mujer que se acuesta con cualquiera por un cupo? ¿Vale quien ejerce el tráfico de influencias o  paga por lo mismo?
No.
Un cupo universitario no es razón de fuerza mayor: hay montones de instituciones de educación superior públicas y privadas como para que tenga sentido pagar o tener sexo con algún baboso que se preste para semejante cosa. Solo una gentuza se avendría a estas prácticas para entrar en la universidad; solo los resentidos del gobierno pueden pensar que tal cosa merece algo distinto que la expulsión del estudiante y del empleado o profesor coludidos para la trampa.
Odio sería intervenir a las universidades, colocar autoridades afines al gobierno, destruir a los profesores como hicieron los nazis, los estalinistas, los maoístas de la revolución cultural china. Odio es el genocidio laboral de PDVSA. Resentimiento, el lento aplastamiento de las universidades. Pero, como la contundencia del odio tiene tufo de fascismo, no conviene en los predios universitarios de los que la izquierda antidemocrática se adueñó hace décadas. En cambio, el resentimiento es avieso y trata de ocultar su afán destructivo: sueldos de hambre, deterioro de la planta física universitaria, títulos de adorno, ingreso por “participación en actividades sociales” u “origen social” (¿ser chavista y pobre es un mérito?), hablar de corrupción y tráfico de influencias sin presentar pruebas.
Disciplina de la mentira, única posible para el resentido. Una discusión tan erudita como la que alcanza a la noción de verdad tiene, sin proponérselo, una versión espuria para aficionados: mienta, que la verdad está pasada de moda hasta para los académicos, dirán los más despiertos. No hay comida suficiente por culpa de Empresas Polar; a las universidades se ingresa por vías ilegítimas; la oposición ha traído bandas que matan gente al azar; Bolívar fue asesinado. Ni una prueba. La fuerza brutal del Estado, de la ignorancia convertida en virtud.
Tampoco vale un mínimo de racionalidad. Si efectivamente ha habido tráfico de cupos, ¿se atreverán aquellos indignos de estar en la UCV a reconocer que se inscribieron en la universidad por vías ilegales para poder sancionar a quienes los ayudaron? ¿Saben los enemigos de la UCV que para que una inscripción ilegal prospere hasta que el mediocre que la hizo se gradúe (si acaso puede), se necesita complicidad en altos niveles y que por lo tanto solamente poquísimos inscritos podrían contar con este “privilegio”?
No lo saben, no les importa. Ensucian.
Los mediocres dicen estupideces y pontifican sin pruebas: “nadie puede entrar en la UCV, solo los que tienen palanca”. Pruebas: “me lo dijo una amiga de una prima de una amiga que le dijo que su hermana…”.
En mala hora empleados y profesores universitarios, excepto los de la Universidad Simón Bolívar, aceptaron hace décadas esa absurda cláusula que ha dado pie a estas confusiones: los hijos de docentes y empleados tienen cupo automático. Pero con esta cláusula no se meten los resentidos porque unos cuantos cuadros del gobierno son profesores y empleados con hijos que no tendrán que enfrentar los trámites habituales para el cupo. Son unos populistas de la peor calaña que quieren compensar la mediocridad, la irresponsabilidad paterna que procrea sin planificar el futuro, la pésima educación pública básica y la falta de oportunidades laborales, con títulos para guindar en la pared, con transporte y comedores gratis de baja calidad.
Definitivamente el resentimiento quiere un título universitario.

Gisela Kozak Rovero
El resentimiento quiere un título universitario.
Prodavinci. Caracas, 21 de mayo de 2015