lunes, 6 de octubre de 2014

Paulina Gamus: El complot de las batas blancas

El elemento básico de todo régimen dictatorial es el miedo, pero no solo el que infunde el dictador a sus oprimidos, sino el miedo que a él lo persigue y acosa. En la misma medida en que un tirano hace más crueles e injustas sus acciones represivas, se incrementa su pánico. Desconfía de todos y su círculo de incondicionales en quienes puede creer se cierra cada vez más. Del dictador venezolano Juan Vicente Gómez se recuerda que al pie de su cama, en el suelo, dormía el indio Eloy Tarazona, elevado al grado de coronel por su servilismo. Tenía entre sus deberes probar la comida que debía consumir el benemérito. Ni la familia del dictador le inspiraba a este tanta confianza.
Pero ningún caso de miedo bidireccional fue tan singular como el de Isosif Stalin. En los últimos quince años de su vida, solo su ama de llaves, Valentina Istomina, podía acceder a él sin restricciones. Era tanto el terror que inspiraba el tirano soviético que los guardias que oían desde el exterior de sus habitaciones los ruidos extraños que producía por su derrame cerebral, no se atrevían a entrar para saber qué le sucedía. Cuando por fin un oficial lo hizo y avisó al temible jefe de la policía Lavrenti Beria, este, sumido en pánico, tampoco sabía qué hacer y solo fue al día siguiente cuando llamaron a los médicos.
Los testigos del suceso dicen que esos médicos estaban aterrados; sus manos temblaban tanto que no podían quitarle la camisa al paciente y tuvieron que cortarla con tijeras. A ninguno se le ocurrió que Stalin podría ser intervenido quirúrgicamente, les horrorizaba pensar en las consecuencias por si moría. Lo singular de la historia para el tema que nos ocupa, es que ninguno de esos médicos conocía a Stalin ni sabía de su historia clínica: era la primera vez que lo examinaban.
Todos los médicos del Kremlin estaban en prisión y en vías de ser condenados a muerte, acusados de un complot para asesinar a los más altos dirigentes de la URSS. El mismo Stalin los denunció en un discurso ante el Politburó en diciembre de 1952: “Todo sionista es agente del espionaje estadounidense. Los nacionalistas judíos piensan que su nación fue salvada por los Estados Unidos, allá donde ellos pueden hacerse ricos y burgueses. Piensan los judíos que tienen una deuda con los estadounidenses. Entre los médicos, hay numerosos sionistas”. El 13 de enero de 1953, Pravda, órgano oficial del Partido comunista, publicó un artículo ferozmente antisemita, con el título: «Bajo la máscara de médicos universitarios hay espías asesinos y criminales». La denuncia era de una "conspiración de burgueses sionistas" organizada por el Congreso Judío Mundial y financiada por la CIA. Los complotados serían once médicos de los cuales siete eran judíos. La muerte de Stalin, el 5 de marzo de 1953, salvó la vida de esos médicos.
Lo que nadie podría imaginar entonces es que 46 años después, en un país de América del Sur, apareciera un teniente coronel tan paranoico y tan profundamente antisemita como el tirano soviético, y con un odio similar al de aquel contra los médicos de su propio país. El repudio de Hugo Chávez contra todo venezolano que ejerciera la medicina comenzó con su primer gobierno en 1999. Muchos creímos que aquello fue solo el pretexto para llenar a Venezuela de supuestos médicos cubanos, de los cuales muchos eran paramédicos y otros activistas de la revolución cubana. Pero el acoso continuó y fue implacable hasta el punto de provocar la emigración masiva de profesionales de la salud, desde los más prestigiosos hasta los recién graduados. No se sabe con exactitud cuántos se han ido a ejercer la medicina en otros países, lo que si se sabe es que quienes se gradúan quieren desesperadamente irse de Venezuela.
El destino de Chávez, con respeto de las mil y una diferencias, terminó siendo similar al de Stalin. Koba el terrible quizá hubiese sobrevivido si los médicos que conocían su historia clínica y tenían experiencia lo hubiesen operado. Pero estaban presos acusados de conspiración. Chávez quizá habría sobrevivido si, en vez de confiar en los magníficos oncólogos y cirujanos venezolanos, no se hubiese entregado en manos de la piratería cubana. Fueron la desconfianza y el odio nacido de la paranoia, lo que llevó a los dos gobernantes a la tumba.
Hay un refrán judeo-español que mis abuelos heredaron de sus ancestros y que aplicaban a cualquier cambio de gobierno: vaya señor venga peor. Nunca fue más sabia esta endecha que en el caso del sucesor de Hugo Chávez, verbigracia Nicolás Maduro. El heredero de un país en ruinas y con el servicio de salud en escombros, ha sido incapaz de superar y desprenderse del socialismo de opereta de su legatario. Hoy le toca enfrentar hospitales y clínicas que prestan servicios mínimos por falta de insumos, equipos dañados y carencia de especialistas médicos. Se enfrenta además a una escasez dramática de medicamentos y los médicos son agredidos en los hospitales públicos, por familiares de pacientes. Son los efectos de la campaña oficialista que atribuye a un enemigo externo la conspiración contra la salud del pueblo.
Aparece una epidemia viral con un nombre africano —chicungunya— y mueren ocho pacientes en un hospital de Maracay, Estado Aragua. El doctor Ángel Sarmiento, presidente del gremio médico de ese Estado lo denuncia y está siendo buscado por la policía para apresarlo. Mientras la policía se afana en localizar a tan peligroso delincuente, esa localidad venezolana tiene el más alto índice de contagiados; hasta los chavistas claman por el Twitter y por los medios oficialistas, para que Maduro haga algo para evitar más muertes. Se calcula que los enfermos de ese mal son más de 70.000 y no hay una sola pastilla de acetaminofén en todo el país para aliviar sus dolores y la fiebre.
En la estructura mental de Nicolás Maduro y su banda no cabe ninguna solución que no sea reprimir, amenazar y fomentar más odio contra los médicos de su país. Y, ¡no faltaba más!, acudir a la ciencia cubana tan desarrollada gracias a la revolución castrista, para que envíen unos especialistas en conspiración bacteriológica. Si todavía hay ingenuos que creen que a Chávez le inocularon el virus del cáncer ¿por qué no van a creer que la chigungunya es obra del Imperio y de su punta de lanza, la oposición fascista y golpista?

Paulina Gamus
El complot de las batas blancas
El País. Madrid, 3 de octubre de 2014