A propósito de la reciente deportación de los estudiantes venezolanos Lorent Gómez Saleh y Gabriel Valles, ordenada sin demora y sin escrúpulos por un gobierno que se supone demócrata, fue inevitable traer a mi memoria un episodio similar sucedido en nuestro país a mediados del último siglo, que quizás al presidente Juan Manuel Santos y a su canciller, María Ángela Holguín, les convenga ahora no recordarlo.
El hecho histórico tuvo lugar bajo el gobierno de Mariano Ospina Pérez, en los años iniciales de la última y absurda casi guerra civil de nuestros partidos tradicionales, tan propensos a dejarse descarriar. Simultáneamente, la República Dominicana sufría una de las dictaduras más despreciables que el mundo recuerde: la del “gran benefactor” Rafael Leónidas Trujillo. Justamente por esos días había llegado a nuestro país, escapando de la cárcel y probable de la muerte, un brillante líder estudiantil, que se oponía a aquellos abusos: Manuel Lorenzo y Carrasco.
Manuel Lorenzo hizo buena amistad con líderes estudiantiles e ilustres colombianos de ese momento y discutía con la libertad que le era negada en República Dominicana sobre los asuntos políticos de su país y sobre las perspectivas que veía para su patria el día que Trujillo dejara el poder y de nuevo se implementara la democracia.
Manolo, como se hacía llamar, había encontrado un refugio en Colombia para sobrevivir a la crueldad de la infame dictadura dominicana y seguir luchando por sus ideales democráticos. Y ello fue así hasta un buen día en el que de forma arbitraria el presidente Ospina Pérez decidió expulsarlo del país y enviarlo a las fauces del lobo.
Sus amigos en Colombia y la opinión pública del momento reaccionaron de inmediato frente al presidente Ospina para increparlo por su caprichosa decisión, haciéndole ver los peligros que por cuenta de esa expulsión correría el opositor.
Entre quienes más duramente protestaron, fíjense ustedes, se encontraba don Eduardo Santos, para entonces todavía alma y motor del periódico EL TIEMPO, quien sin dilación se sentó frente a su máquina de escribir a redactar un elocuente y furioso editorial en el que rechazaba la actitud del Presidente y su canciller frente a Manuel Lorenzo y Carrasco, poniendo de presente que nuestro país estaba siendo cómplice con esa expulsión de una dictadura conocida y rechazada por el mundo democrático –como igual sucede ahora con el gobierno del señor Maduro–.
Custodiado por dos detectives colombianos, Manolo fue embarcado en un vuelo comercial, rumbo a Santo Domingo. No advirtió el gobierno de Mariano Ospina que el avión comercial en que montaron a Manolo hacía escala en Montego Bay (Jamaica), circunstancia que aprovechó para pedir asilo, con ayuda de una azafata inglesa, en esa isla de ejemplar democracia parlamentaria anglosajona.
Quién se iba a imaginar que algo más de 60 años después, el sobrino nieto del expresidente Eduardo Santos fuera quien cayera en la funesta decisión de entregar a su verdugo a un par de jóvenes venezolanos y luchadores demócratas. Algo va de la actitud liberal y protectora de los derechos del hombre que asumió en su momento Eduardo Santos a este comportamiento reprochable y prohibido hoy por la Convención de Ginebra de 1951, en su Estatuto de los Refugiados, que ahora emprende el presidente Juan Manuel Santos.
La advertencia del tío abuelo del actual mandatario en aquel memorable editorial de EL TIEMPO sigue hoy más vigente que nunca, y bien haría Juan Manuel Santos en recordar esas palabras y rectificar tan peligrosa decisión. Con el envío de esos jóvenes, evidentes refugiados, de vuelta a Venezuela, el gobierno de Colombia, además, se define en el panorama político internacional como un aliado de regímenes dictatoriales, alejados del Estado de derecho y bien conocidos hoy en el mundo.
Tito Livio Caldas
Presidente fundador del Instituto Libertad y Progreso
Tito Livio Caldas
Algo va de Santos a Santos
El Tiempo. Bogotá, 11 de septiembre de 2014