martes, 24 de junio de 2014

Carlos Raúl Hernandez: Nota sobre la muerte de Ramón J. Velásquez


“…ese conspirador de la bondad”

Le escuché esa expresión a Reinaldo Leandro Mora, otro gran ser humano. Ramón J. Velásquez en el Senado, armado de su sonrisa, hablaba con los parlamentarios para resolver problemas de gente que no estaba ahí y le había pedido algún favor.  Al tiempo, daba su opinión  y por ende influía en los debates parlamentarios sin ser protagonista, con su invaluable sabiduría y sentido de la realidad. Jefes políticos importantes, directamente le consultaban para decisiones de envergadura. Leandro  observaba desde la Presidencia del Senado los movimientos conspirativos de su amigo y los grupitos que se formaban a su alrededor. En esos  intercambios, Ramón J. aconsejaba sin que los interlocutores se dieran cuenta. “Lo que nunca le daría a un amigo es un consejo” me dijo varias veces a lo largo de muchos años de amistad… “simplemente le explico, a quien me lo solicita,  lo que yo haría en sus circunstancias”.

Y su criterio venía con la densidad de un incomparable conocimiento de la historia venezolana, su experiencia sin límites por haber participado en casi todos los acontecimientos importantes desde 1945. Varios de sus libros son esenciales para comprender la marcha del país porque, aparte de la erudición historiográfica,  no son descripciones externas de los procesos analizados, sino que parecía que la ouija había hecho que el espíritu del personaje que estudiaba se posesionara del autor. No existe una versión más existencial, profunda y creíble de Gómez que sus Confidencias imaginarias, ni un estudio con mayores cualidades cinematográficas sobre Antonio Paredes  que La caída del liberalismo amarillo.

Su amor por documentar las ideas, los debates, el nacimiento y desarrollo de los movimientos políticos, lo hacen emprender y culminar tres investigaciones documentales  de dimensión monumental: el Pensamiento político venezolano del siglo XIX, Pensamiento político venezolano del siglo XX, y la Memoria del Congreso pensamiento político latinoamericano  de 1983, para que se sumergen quienes quieren conocer la formación del Estado y la sociedad venezolanos, y los debates en el continente. Difícil que se pueda investigar sobre esos asuntos sin recurrir a tales océanos de información, concebidos, planificados y ejecutados en equipo por la inteligencia de Velásquez.

Su larga y fulgurante carrera política que comenzó asumiendo la democracia  en época de dictaduras, al lado de Rómulo Betancourt, lo  llevó a la cárcel por haber publicado con su entrañable amigo José Agustín Catalá, y Simón Alberto Consalvi, El libro negro de la dictadura de Pérez Jiménez. Secretario de la Presidencia en plena lucha armada, Betancourt lo designó en el cargo para  mantener un puente de diálogo con los dirigentes de izquierda, a los que adversaba con humanidad y respeto. Fundó la Comisión Presidencial para la Reforma del Estado en el período de Lusinchi,  la chispa que encendió el cambio económico y político en el país y que lamentablemente se malogró.

Pero más allá de todos esos extraordinarios aportes que ningún venezolano de siglo XX iguala, porque cubren territorios tan variados como la academia, la política y la administración, nos abandona un ser humano como muy pocos. Los intensos siete meses que ocupó la presidencia, – Vallejo escribió “como me duele el pelo al columbrar los siglos semanales”- en medio de la terrible crisis política que solo él podía enfrentar, cada semana era realmente un siglo. Una vez, cuando me despedía de una reunión con él, me dijo: “cualquier noche vienen unos alzados y amanezco amarrado a esta silla”. Fue héroe sin heroísmos fatuos.

Un verdadero conspirador de la bondad, del que nadie recibió un agravio y sí, todo el que lo conoció, un favor, un estímulo o un gesto de amistad. Es tal vez la única persona –junto con Carlos Rangel- con la que siempre conté en los peores momentos y con la que contraje una deuda de amistad que jamás pude pagar. Mi abrazo fuerte a sus familiares y amigos.  En la Iglesia de San Patricio, Dublín, duermen las cenizas de Jonathan Swift, otro conocedor profundo del alma y que igual pasó por los pantanos sin tocar el lodo. Su epitafio dice “Se fue  donde el espectáculo de la maldad y la necedad humana ya no lograrán desgarrarlo. Ve allí viajero, si puedes, e imita a este infatigable luchador por la libertad”.

Carlos Raúl Hernández
Nota sobre la muerte de Ramón J. Velásquez
Dossier 33. Caracas, 24 de junio de 2014