En un momento en que el cortinaje de la historia se ha descorrido como por fuerza de un milagro para permitir la irrupción de una nueva generación histórica dispuesta y capacitada para modificar drásticamente el rumbo de nuestro desbarrancamiento, unos y otros se coaligan para cerrarle el paso: de sociólogos a historiadores y de funcionarios a candidatos, la consigna es una sola: impedir el cambio, seguir la marcha de las ruedas de carreta del populismo estatólatra. Una tragedia sin visos de ser acorralada y aplastada. Que es lo que se merece.
Que Dios se apiade de Venezuela.
Tras la sistemática derrota de la libertad y la apabullante victoria de la igualdad sombrean quinientos años de lastre: una historia que uno de los más lúcidos, si no el más lúcido de los intelectuales venezolanos del siglo XX, Carlos Rangel, calificara de rotundo fracaso. Un fracaso que se salda sistemáticamente con la frustración de aquellos que se esfuerzan por apostar a la construcción de sociedades estabilizadas tras sólidas instituciones democráticas y su necesario correlato: la emancipación del sujeto. Un fracaso que ha impedido año tras año superar el clientelismo estatólatra, el caudillismo, la violencia y la injusticia como formas de articulación social. Un fracaso que recicla con una perversa sistematicidad la recaída en los fulgores del colectivismo, el fanatismo, el odio y el rencor ante el progreso, el individualismo, el liberalismo que han sido la clave del progreso de la humanidad. Y cuyo rechazo explica los desastres que cada nueva generación de latinoamericanos está condenada a vivir y experimentar en carne propia. No hay una sola sociedad latinoamericana que pueda exhibir con orgullo medio siglo de estabilidad e ininterrumpido progreso. Pero hay una que puede exhibir más de medio siglo de tiranía y miseria. Ninguna sorpresa que todas las restantes le rindan pleitesía y que su siniestro influjo se encuentre detrás de todas las victorias electorales de estos comienzos de siglo. Una auténtica tragedia.
Como si el continente moral de nuestras experiencias históricas estuviera desfondado, la sociedad latinoamericana se niega a aprender de sus desgracias y asumir sus catástrofes de la única manera posible: metabolizándolas e incorporándolas a nuestro flujo sanguíneo de modo de impedir para siempre su reciclaje. Peor aun: quienes administran el conocimiento de nuestro pasado, los profesionales de la investigación histórica, salvo excepciones que se cuentan con los dedos de una mano, son tan inconscientes de una visión global de nuestros errores y tan huérfanos de un horizonte desprejuiciado como para contribuir a la búsqueda de un futuro emancipado, que antes que servir a la institucionalización del progreso apuestan por el enraizamiento de nuestras peores taras.
La sola pervivencia de la tiranía castrista y las simpatías y el poder continental de que disfruta son la prueba incontestable del cáncer del socialismo que contagia desde siempre al cuerpo social y político de nuestra región. Y muy en particular a Venezuela, hoy aquejada de la peor crisis de su historia. Enferma de igualitarismo pero absolutamente renuente a aceptar el desafío de la libertad, con todas las cargas y responsabilidades que supone para sus miembros. Enfermos de estatismo, de clientelismo, de gratuidad y laxitud. Al extremo que en el trasfondo de los esbirros de la dictadura y los cerebros de la dirigencia opositora bulle la misma sintomatología: el castrocomunismo. Quien no lo reconoce abiertamente lo lleva impreso en la sangre. Son los cómplices y sigüises del castrismo o “los rehenes de Castro” a los que se refiere una profunda conocedora del mal: Elizabeth Burgos.
En un momento en que el cortinaje de la historia se ha descorrido como por fuerza de un milagro para permitir la irrupción de una nueva generación histórica dispuesta y capacitada para modificar drásticamente el rumbo de nuestro desbarrancamiento, unos y otros se coaligan para cerrarle el paso: de sociólogos a historiadores y de funcionarios a candidatos, la consigna es una sola: impedir el cambio, seguir la marcha de las ruedas de carreta del populismo estatólatra. Una tragedia sin visos de ser acorralada y aplastada. Que es lo que se merece.
Que Dios se apiade de Venezuela.
Antonio Sánchez García
La derrota de la libertad
El Nacional. Caracas, 18 de junio de 2014