Es muy difícil meterse en la cabeza de los dictadores, autócratas o como se les quiera llamar. Pero es indudable que piensan distinto al resto de los mortales. Con los viajes por ejemplo: una persona normal ahorra, pasa trabajo consiguiendo el pasaje, se transporta como sardina en lata en clase turista del vuelo más barato que se consigue, busca amigos que lo puedan alojar en el exterior (ahora eso es fácil debido a la diáspora venezolana), planifica con detenimiento los espectáculos, restaurantes, excursiones que podrá permitirse con su limitado presupuesto.
Un autócrata necesita un avión privado (que cambiará con frecuencia), un séquito (¿para qué sirve un séquito?) y en el caso de Maduro hasta dobles para confundir potenciales magnicidas. ¿Qué puede sentir al llegar a un cuarto, cuyo costo por una noche es equivalente al sueldo mensual de veinte profesores universitarios? ¿Cómo justifica las compras hechas por sus familiares y miembros del séquito, cuando en su país ya ni siquiera existen esas mercancías? ¿Se recordará de algún autobús cuando se traslada velozmente con todo un cortejo de limusinas y carros de lujo? ¿Le gustará el caviar? ¿Las noches blancas de San Petersburgo? ¿El Kirov? ¿El Hermitage? ¿Ese turista que viaja tanto con el dinero escaso de los venezolanos, aprende algo en sus costosos periplos? ¿Consigue prestado algún dinero extra? ¿Lo reciben quienes antes hacían cola para pedirle favores?
¿O acaso viaja para olvidar? Olvidar el país arruinado, las colas para los alimentos, los sueldos que no alcanzan, su popularidad cada vez más mermada. ¿Qué siente el autócrata, rodeado de secuaces pero cada vez más solitario, cuando gasta un dinero que no es suyo, tratando simplemente de huir de la realidad que nos agobia?
Maruja Tarre
¿Qué se siente?
El Universal. Caracas, 15 de mayo de 2015