GUSTAVO LINARES BENZO
El Universal. Caracas, 3 de mayo de 2014
¿Por qué no empezamos por televisar las sesiones de la Sala Constitucional?
No tiene mucho sentido seguir analizando las sentencias del TSJ. Estas deconstrucciones de la Constitución sobre manifestaciones al arbitrio de los alcaldes, condenas penales sin Fiscalía ni apelación, presidentes enfermos que tienen la última palabra sobre su propia capacidad para gobernar, competencias exclusivas de los estados que se transforman en exclusivas del Ejecutivo Nacional, son decisiones para el olvido, si no fuera por el profundo daño institucional que han producido.
Siendo más precisos, habría que decir que son sentencias para el olvido jurídico. Porque son actos políticos, en dos importantes sentidos. Primero, porque ratifican lo que ya había decidido el jefe de la revolución, su aparente sucesor, el Gobierno, el partido de Gobierno. Al menos desde 2010, ni siquiera puede decirse que han ratificado la decisión de la mayoría, porque las elecciones parlamentarias de entonces, también legitimadas por decisiones del propio TSJ (la sentencia de las tarjetas electorales "morochas") ganadas o al menos empatadas por la oposición, produjeron una Asamblea Nacional con amplia mayoría del régimen, casi de dos tercios. Luego, cada vez que el chavismo ha necesitado, el mismo TSJ han ido aumentando esa mayoría con el uso equívoco de la Constitución, declarando con lugar antejuicios, validando mayorías simples del Gobierno como si fueran calificadas, o destituyendo diputados por hablar en foros internacionales. En otras palabras, el TSJ simplemente dice siempre lo que dice el Gobierno, decide pues políticamente.
Esas sentencias son políticas también en otro sentido, más profundo y permanente, que seguiría actuando aun si los magistrados del TSJ fueran el rey Salomón, Justiniano y Andrés Bello. Se trata de la famosa cláusula de la Constitución de 1999 que dice que las interpretaciones de la Sala Constitucional son vinculantes para todos los demás, tribunales y Gobierno, sector público y particulares; sus sentencias son leyes, pues, o reformas de la Constitución (el TSJ como Asamblea Constituyente permanente, alguna sentencia lo ha dicho). Ese carácter vinculante de las sentencias de la Sala Constitucional es otro de los dislates de la peor Constitución de nuestra historia, a pesar de esas trampas cazabobos como el derecho a la alimentación (que si a alguno le quedaba duda, no sirve para nada, menos en una cola para mendigar un poco de harina). Porque esas interpretaciones de la Constitución más válidas que las decisiones de los representantes del pueblo o hasta del mismo pueblo, sustituyen a la democracia por la aristocracia jurídica del Tribunal Supremo, cuyos magistrados, demás está decir, no han sacado un voto ni lo ha buscado, como debe ser.
Todo tribunal supremo tiene la tentación de convertirse en legislador. Pero en Venezuela, desde las famosas sentencias de la Sala Constitucional de Iván Rincón, Delgado Ocando y Cabrera (prohibido olvidar) esa tentación se convirtió en principio. Se empezó a hablar de "jurisprudencia normativa" (sic), cosa que no produjo crisis constitucionales porque siempre, qué casualidad, decía exactamente lo que quería oír el Gigante Eterno, hoy lo que desea Maduro (¿o Diosdado?). Así que más allá de la necesidad de un tribunal supremo independiente, necesidad evidente, hay que desarmar a la Sala Constitucional de sus capacidades de sustituir al procesos político y regresarla a su papel de protección de la separación de poderes y de los derechos constitucionales, en una palabra, de protectora de las minorías (las mayorías las protege la Asamblea Nacional, no necesitan más paladines).
Esta legislación desde Dos Pilitas tiene un agravante: su apariencia de sabiduría y respetabilidad, pues proviene de jueces con toga y corbata y vestidos elegantes, siempre retratados con libros y hasta con esas balanzas doradas tan ridículas. Nada de la pasión de los diputados, ni los debates televisados más o menos malos, ni el escrutinio de los medios. Estas sentencias, que tantas veces no son más que nuevas leyes o constituciones, se debaten a puertas cerradas y luego se publican "en nombre de la República y por autoridad de la ley". Y el proyecto de ley de manifestaciones, no otra cosa es la demanda del alcalde de Guacara que produjo la sentencia de esta semana, lo introduce un abogado invariablemente vestido de casimir y corbata negra y no un líder popular que viene de hacer campaña en Zaraza o de enfrentar la entrevista de Vladimir Villegas.
¿Por qué no empezamos por televisar las sesiones de la Sala Constitucional?
@glinaresbenzo