Nuestro fuerte no es la conciencia moral. Como tampoco lo es la conciencia
del tiempo. Acicate que en otras latitudes, no éstas de nuestros tristes
trópicos, impulsa a agudizar el sentido moral dado el hecho más que trascendente
que debemos enfrentar desde que arribamos al mundo de la conciencia y tomamos
nota de dos hechos que, de asumirlos en serio, como en rigor se lo merecen, nos
harían la vida verdaderamente insoportable: que somos mortales y que el tiempo
que nos resta es nuestro bien más escaso. Que hay que aprovecharlo dejando
huella de una vida ejemplar. De allí que las culturas fluctúen entre los dos
extremos: aquellas como las nórdicas, germanas y anglosajonas, que cargan luto
desde la infancia y para las cuales la conciencia de la muerte es el permanente
acicate moral, y las nuestras, las latinoamericanas, pero particularmente las
caribeñas, que no cargan luto ni en el momento de la muerte. Un filósofo
argentino que viviera largos años entre nosotros me previno a los minutos de
conocernos, yo recién arribado a estas tierras del Señor: Cuidado, que los
venezolanos no se mueren, se les acaba la vida. Y la mayor de las veces ni se
enteran. Es la insólita levedad de nuestro Ser: agotar el tiempo que resta sin
otorgarle la más mínima importancia.
Frente a la condena del tiempo que resta: el atajo del inmediatismo. Y frente
a la muerte, el atajo del olvido. Solo pesa, vale y conmueve el suceso, lo que
acontece en este preciso instante, lo que no tiene más horizontes temporales que
los que rigen los astros. Frente al espacio, mi entorno. La cultura del hic
et nunc, que decían los romanos: del aquí y del ahora. Sé que parece
infantil, y lo es. Tras todo venezolano sombrea un niño. Improvisar la respuesta
al viejo desafío de responder a las inexorables e impostergables circunstancias
no según planes, esquemas, bitácoras largamente estudiadas y planificadas, sino
según el principio existencial del personaje de la telenovela que se nos
convirtiera en manual de principio moral o "guía de perplejos", para emplear el
luminoso título de la magna obra de Maimónides: Según yendo vamos
viendo. Según vamos viendo, vamos siendo.
Estos principios de nuestro Ser y nuestro Tiempo - debo la realización de un
seminario sobre el Ser y el Tiempo, para tratar la naturaleza del Ser de
Venezuela y del Ser Ahí de nuestra caribeña existencia - han quedado
patéticamente al desnudo desde el derrumbe de la República Liberal Democrática,
frente a la cual debiéramos practicar el antiolvido y el permanente recuerdo de
nuestras muertes - dos momentos de uno de los libros de memorias más importantes
que he tenido la fortuna de leer, Conversaciones con Simón Alberto
Consalvi, que Ramón Hernández, su autor, tuviera el acierto de titular
Contra el olvido. Convertido, desde su primera lectura, en uno de mis
libros de cabecera, junto a otro, de otras memorias tan importantes como las de
Consalvi, escrito por Ramón Hernández al alimón con Roberto Giusti, cuyo
protagonista no es otro que Carlos Andrés Pérez, sus Memorias
proscritas. En ambos se transparenta el pesar del fracaso político causado
por esos dos defectos existenciales del venezolano, origen último de nuestras
desgracias: la irresponsabilidad ante la inexorabilidad del acontecer, del morir
como condena irreparable; y la liviandad del ser venezolano ante el compromiso
moral. Sus dos taras existenciales: el olvido y la amoralidad, la
irresponsabilidad y el inmediatismo.
2
La experiencia propiamente existencial de las generaciones que han vivido el
derrumbe de nuestra democracia es la de constatar la "complicidad inocente" de
sus protagonistas. Todos los venezolanos, cual más cual menos, han vivido este
derrumbe y caída a los infiernos sin tener, salvo muy contadas excepciones,
conciencia del espanto que prohijaban, provocaban o permitían: nuestro crimen
culposo ante el golpismo y la regresión a la barbarie. Cual más: desde luego y
en primerísimo lugar los militares, dueños monopólicos de los instrumentos de la
muerte y, por lo tanto, capaces y autorizados como para fijar la senda del
comportamiento institucional, constitucional y legal de los ciudadanos. De entre
ellos, no solo ni siquiera principalmente los cuatro comandantes golpistas y sus
mesnadas, algunos sencillamente mercenarios asesinos -uno ocupó la Presidencia
de la República, otros son gobernadores, ministros o presidentes de nuestras más
sagradas instituciones-, otros, simples compañeros de ruta entregados a los
vaivenes de su inconsciencia. Uno de ellos recientemente asesinado, víctima de
la ingobernabilidad que provocaran. Sino todo el Estado Mayor, el generalato, la
oficialidad y desde luego el entonces ministro de Defensa, todos los cuales, más
allá de toda certidumbre investigativa acerca de su responsabilidad causal de
ambos golpes de Estado, ni siquiera consideraron la gigantesca y monstruosa
gravedad de la felonía de sus subordinados el 4 de febrero y el 27 de noviembre
de 1992. De esos polvos...
Tras de ellos, cual más cual menos, el establecimiento político.
Conjuntamente con intelectuales, periodistas, académicos, fiscales, jueces, y
empresarios mediáticos -prensa, televisión y radio- y empresarios a secas. Esa
nata rentista que ha sido incapaz de crear una élite productiva, autoconsciente
y capaz de erigirse en el ariete inviolable de la defensa del mercado, la
propiedad privada y la democracia, rompiendo su nefasta y perversa dependencia
de las ubres de la vaca petrolera. Hasta el día de hoy: capitanes de industria,
mercaderes y comerciantes echados a las puertas del Banco Central a la espera de
las divisas que, como el oxígeno, les permite vivir más allá de las fuerzas de
su propia iniciativa. Sin que sea posible olvidar que esa succión permanente de
la renta petrolera los castra política, ideológica, culturalmente. Hasta hoy,
con excepciones honrosas pero tampoco libres del todo, el empresariado
venezolano ha jugado un papel nefasto en la alcahuetería de una dictadura
beneficiada con la complicidad inocente de nuestras determinaciones
existenciales.
Y junto a ellos, la clase política. Sin otro verdadero objetivo que alcanzar
puestos en la administración pública: ser concejal, alcalde, gobernador y
diputado de la República. Y en la cima del brillo especular de las utopías: la
presidencia de la República. Por lo tanto, si no a las puertas del Banco
Central, como el empresariado, echados al pie de las escalinatas del Consejo
Nacional Electoral. Cautivos de las urnas y codiciosos del voto. Prontos a la
claudicación de principios, si es que alguna vez los tuvieron, y a correr de un
partido al otro en función del instrumento o la plataforma que les asegure
conquistar el cargo al que aspiran. Que hace ya décadas olvidadas que los
partidos dejaron de ser instrumentos del cambio social a través de principios
rectores para convertirse en plataformas de la conquista de un corralito en la
Hacienda Pública. ¿O alguien cree que corren de un Partido al otro por
desavenencias ideológicas o desacuerdos de principios? Estoy dispuesto a negar
todo lo dicho si alguien me demuestra que en Primero Justicia, en Acción
Democrática o en Un Nuevo Tiempo se discute sobre ideas y proyectos, se vive al
fragor de disputas democráticas internas o luchas de fracciones, se aspira a
algo más que a enchufarse con el cogollo y recibir la santificación del dueño o
administrador de la franquicia.
3
Cuando digo "todos los venezolanos, cual más cual menos" por supuesto no
excluyo al ciudadano de a pie, bautizado desde algún tiempo con el hegeliano
epíteto categorial de "sociedad civil". ¿O nos olvidaremos que la barbarie
alcanzó a sobrepasar la fantástica cifra de 90% de respaldo electoral? Solo la
monstruosa sobre abundancia de recursos explica esa extraña simbiosis de
civilización y barbarie que llevó a echar por la borda una Constitución que
fuera la primera y única en nuestra historia, redactada por las mejores
conciencias políticas y jurisprudentes de nuestro mejor pasado, que nos
garantizara cincuenta años de paz, de estabilidad, de progreso para echarse en
brazos del carnaval de la estulticia llamado "Proceso Constituyente", en el que
para mofa inolvidable de nuestra "complicidad inocente" hubo folkloristas de
cervecerías, cantantes de amaneceres llaneros en el Poliedro, viudas de
cantautores de protesta, ex guerrilleros filo castristas, espalderos y
sargentones, indigenistas de tres al cuarto, asaltantes de bancos, tinterillos,
trashumantes políticos y otra caterva de personajillos de la picaresca nacional
que no podían menos que empedrar el camino a los infiernos. Y que no habrían
leído una Constitución en sus vidas.
Allí se fraguó el brutal asalto de la barbarie a la civilización creada a
partir de los años cincuenta con la sangre, el sudor y las lágrimas de la mejor
Venezuela - la humilde de la que provenía el mayor político de nuestra historia,
Rómulo Betancourt, como la aristocrática de nuestro mejor mantuanaje, - así como
académicos, juristas y luchadores sociales inolvidables, auxiliados por esa
soberbia incorporación a nuestro torrente sanguíneo de españoles, portugueses,
italianos, alemanes, polacos, cuya inmigración a nuestras tierras huérfanas de
mano de obra especializada el dictador Marcos Pérez Jiménez tuviera la brillante
idea de promover y llevar a cabo, para modificarle definitivamente la faz, el
perfil y el carácter a la Venezuela desfondada por bochinches, caudillajes,
dictaduras y montoneras.
Lo menciono no sin dolor. Brecht escribió un
maravilloso poema dedicado a la Alemania nazi en que se quejaba por un hecho que
sufrió en carne propia desde que saliera al exilio empujado por la barbarie
hitleriana: la lucha contra la injusticia y la barbarie también desfigura el
semblante. También enronquece la voz. Pero no lo hago para hurgar en nuestras
taras. Lo hago porque veo esa "inocente complicidad" usando todas sus artimañas
aún y sobre todo hoy para impedir que lo mejor de nuestra sociedad, a la cabeza
de la cual una juventud insobornable, se enfrente con coraje y lucidez a las
taras que nos abruman y se haga a la tarea de reconstruir la Patria, rejuvenecer
nuestras instituciones democráticas, abrir puertas y ventanas de asfixiados
partidos políticos y nos permita llegar al final de nuestras vidas con el
orgullo de haber logrado nuestra Segunda Independencia. Mucho más ardua y más
difícil que la primera, porque es la independencia ante nosotros mismos, ante
nuestras propias taras y defectos. Que Dios nos ilumine
Dios y el diablo en la tierra del sol, la complicidad inocente
Antonio Sánchez García
El Nacional. Caracas, 6 de mayo de 2014