Pompeyo Márquez, el comandante eterno
AMÉRICO MARTÍN
Tal Cual. Caracas, 3 de mayo de 2014
Llegó a ser hombre de
epopeya.
Durante los sombríos años de la dictadura
perezjimenista creó leyendas a su paso, paso de fantasma debo decir, oculto y
perseguido como pocos. Ascendió al liderazgo como si fuera para él un destino
escrito en los libros de la política. Fue una marcha natural, no impuesta ni
adornada de jactancias. Ejemplo de sencillez creativa, sus ejecutorias y su
universal crédito no le debieron nada a los medios. Estos no podían hablar
libremente de un perseguido político, ni el perseguido podía delatar su
presencia o divulgar lo que hacía sin infringir peligrosamente las exigencias de
la clandestinidad.
Formaba parte de la camada más bien reducida de
dirigentes que fueron sepultados en escondites signados por la provisionalidad y
sin embargo con el arrojo suficiente para echarse al hombro el malogrado país,
atrapado como estaba en la garra de la dictadura militar. Cuando se compara a
aquellos con éstos se le abona a los que se forjaron en la sombra y el silencio
una mayor y desinteresada abnegación porque en lugar de plagar los medios
audiovisuales o escritos, más bien estaban obligados a rehuirlos. Sus méritos no
caían bajo la sospecha del interés y el exhibicionismo, eran de una certificada
pureza.
Pero hay mucho de injusto en este reparto de reconocimientos. Nadie escoge
libremente las circunstancias bajo las que se desempeña, y por eso las
generaciones que no nacieron a la política en tiempos de dictadura, tendieron
correctamente a multiplicar el liderazgo con la mayor exposición en las cámaras
de radio y televisión o en los espacios de prensa. No era vanidad personal. Así
lo demandaban los tiempos.
El nuevo líder hijo de la democracia debía en parte su nombradía a la
publicidad recibida y la destreza como utilizaba aquellos instrumentos por fin
al alcance de la lucha. Signado por el ruido de la competencia y la
confrontación abierta, mientras más expuesto esté, más garantiza su
sobrevivencia. Es lo adecuado a estos tiempos.
En cambio el viejo líder era hijo de la organización y el secreto. Mientras
más expuesto estuviera menos chance tendría de sobrevivir.
Las organizaciones más duramente acosadas fueron AD y el PCV, sin desconocer
el notable papel jugado por Jóvito Villalba (URD) y Rafael Caldera (Copei),
quienes a la postre terminaron en el exilio. AD era dirigido por dos conductores
de primera. Rómulo Betancourt desde el extranjero y Leonardo Ruíz Pineda en los
breñales de la clandestinidad. No era un reparto cómodo ni fácil. Ruíz Pineda
sabía que Rómulo ni descansaba ni dejaba de preparar un eventual desembarco a la
vieja usanza. No desaparecía de su memoria el episodio del Falke, que puso al
general Román Delgado Chalbaud en Cumaná, en una aventura en la que factores no
imputables le impidieron al joven Betancourt hacerse presente, como estaba
decidido. Supe que en la década de los años 50 seguía trabajando para culminar
lo que no pudo lograr en aquel episodio antigomecista.
Desde México, Rómulo había dicho que la dictadura desesperaba de arrestar “el
cadáver” de Leonardo, y efectivamente poco después sus espías lo asesinarán. Su cadáver ensangrentado en San Agustín estremeció la conciencia de
América. Se elevó a la cumbre de los héroes auténticos. Pero como el espectáculo debe
continuar, lo sucedió en la secretaría general del partido otro hombre
excepcional, Alberto Carnevali. Consciente de que los golpes de Estado no
llevaban a parte alguna, reformuló la estrategia. Habló de la rebelión civil. La
mecha de combustión rápida sustituida por una mecha de combustión lenta.
Para honrar su nueva política, Alberto se reunió con los demás partidos
democráticos. Así se consagró la unidad de todos contra la dictadura. A nadie se
le pidió que depusiera sus convicciones, porque la unidad lo es de la
diversidad. Es esa la verdadera fórmula, lo demás es impostura.
Carnevali tuvo el acierto de comunicarse con el jefe de los comunistas.
Pompeyo era un líder extraordinario, con una gran visión política. En aquel
momento Alberto y Pompeyo, los dos hombres más perseguidos, se reunieron. Simón
Alberto Consalvi y Homero Arellano oficiaron de intermediarios. En reunión con
Domínguez Chacín de URD, resolvieron encomendarle a Pompeyo la redacción del
primer Manifiesto de la resistencia. No era poca cosa. No era usual poner en
manos de un comunista un texto como ese, pero Alberto y Pompeyo eran de una
madera especial.
Carnevali será detenido. Al enterarse del -sin hipérbole- trágico suceso,
Pompeyo suspende la redacción, pero la idea quedó sembrada. Pocos años después
la Junta Patriótica retomará la tarea hasta el episodio final.
Caída la dictadura, conocí a Pompeyo.
A los honores que la leyenda le otorgaba, sumé su estupenda sencillez, su
bondad. Era un acusado rasgo personal suyo. Tras la mítica figura del admirado líder
se descubría fácilmente la presencia de un ser humano extraordinario.
Militó en un partido internacional que rindió culto a Stalin, pero nunca dio
señales de que cedería a una pasión como aquella. La gigantografía que nos habla
del héroe entre los héroes, la momificación, los necios pedestales, la mirada
que desde todas las esquinas nos advierte con severidad acerca de ignotas
amenazas. El Gran timonel, El Padre de la Patria y demás zarandajas.
Por eso cuando en 1956 escuchó Pompeyo el valiente e histórico discurso del
XX Congreso del PCUS, que demolió al endiosado monstruo, no le resultó difícil
jurarse que nunca aceptaría la repetición de semejante perversión.
¡El Comandante eterno! ¿Pompeyo? No lo aceptaría. ¿Chávez? No lo
merecería.
Pompeyo permanece en la cima iluminada de sus 92 años.