Leo a un exquisito jurista italiano de la primera mitad del siglo XX, cuya obra conocen los egresados de universidades sin adjetivo. Me refiero a Piero Calamandrei, autor de unos ensayos sobre los veinte años del fascismo que ve, vive y conoce hasta en sus entrañas. Su título, El régimen de la mentira, basta para recrear al calco un escenario que nos es habitual a los venezolanos y no alcanzamos a comprender.
Don Piero, al escribir sobre el fascismo, casi nos explica por qué, a partir de Nicolás Maduro, ocurre la fatal “disgregación del régimen” y sus carroñas –insectos inmundos los llama– corren desesperadas, incluidos sicarios y delatores, en búsqueda de otros terrenos que las protejan mientras observan la “agonía de la patria”. ¡Y es que sin Benito Mussolini, el Duce, el fascismo se hace utilería!
Lo novedoso del chavismo y de una revolución que no es tal, rebautizada socialismo del siglo XXI, es, en efecto, el uso que hace de las redes globales para resucitar a ese fascismo. Nada más.
La experiencia italiana, que se marida con el nacional-socialismo alemán y se cree llamada a durar un siglo o mejor un milenio, se funda en la idea del hombre inmortal e irremplazable, sub specie aeternitatis. Ninguna relación tiene con autoritarismos terrenos o monarquías dinásticas, en las que rigen hombres déspotas pero finitos.
El Único, en el fascismo, que es síntesis de su pueblo y a quien sólo aquél es capaz de interpretar como de hacerlo mudar de alma, se considera a sí y lo consideran sus adoradores que en “carne y huesos es la unidad cualitativa de todo un conglomerado con la fortuna de tener la posibilidad de pensar a través de una sola cabeza”: el Duce, el Comandante Eterno, antes Mussolini y hasta ayer, entre nosotros, Hugo Chávez.
Piero Calamandrei comenta, de seguidas, la “ficción” jurídica y conductual propia de ese totalitarismo, cuando al toparse con el Derecho y querer usarlo para sus propósitos, a través de falsos positivos absuelve a criminales por ser aliados y condena a los adversarios siendo inocentes. Simula los presupuestos de la ley o da por ciertos aquellos que son absolutamente mendaces.
En el fascismo “nada de humano o espiritual existe (…) fuera del Estado” y el Estado, a todas estas, es el Duce. Todo dentro de él, nada fuera de él, y menos en contra suyo. Y como es enciclopédico y todo lo sabe y acerca de todo opina, al final todos tienen su marca y les paraliza el sentido del ridículo: La patria es bolivariana o chavista o mussoliniana, tanto como el aceite que compran los viandantes o la ropa interior, las empresas, las escuelas, el arte, la cultura, los colectivos, hasta las areperas.
La fortuna de todos se mira indisoluble de la persona del líder eterno, y apenas adquiere sentido bajo sus rayos. El Derecho y la moral forman una unidad, pues no existen morales individuales, salvo la que determina el Único a través del Estado.
Pero al cabo, lo recuerda Calamandrei, se trata de una apología del absolutismo más decrépito, bajo la enloquecida y delictuosa ilusión de identificar el porvenir de una nación “con la miserable transitoriedad de un hombre condenado a morir”.
Desde esta perspectiva se entiende así la capacidad inédita del régimen venezolano para invadir con sus altoparlantes hasta los refugios más íntimos de la libertad del ciudadano; pues la tiranía encarna en la maligna perversión de ese pretendido superhombre de estirpe nietzchiana, quien vive y muere convencido en su megalomanía de la bestial bajeza del género humano y la universalidad de lo pusilánime. Él, por el contrario, todo lo sabe, todo lo prevé, todo lo rige, “desde los mayores eventos de la humanidad hasta la vida íntima de los esposos en un viaje nupcial”.
La cuestión es que ese dios ha muerto. Es el drama de Maduro.
El fascismo es la mentira como política del Estado anticristiano. En su centro rige el poder y lo total se explica en la autoridad, no en la libertad humana. De allí que el camino hacia su fragua en Italia, como ocurre en la Venezuela, nace de un cambio constitucional y no de una ruptura revolucionaria; capaz, eso sí, de proveer al asalto del poder y conservarlo “constitucionalmente”, para siempre.
La eficiencia es cosa secundaria, resoluble paso a paso. Y la esencia del fascismo, en suma, es doblez, es convivencia entre la legalidad formal y la ilegalidad institucional. Hay ciudadanos con derechos y otros con meros deberes, según se encuentren o no dentro del fascismo. Lo integran, pues, dos columnas en secreta alianza para purificar al delito y prosternar la decencia: legalizan lo ilegal e ilegalizan lo legal.
Simular o corromperse, lo afirma don Piero, que es posible en todo régimen, en el fascismo es “el instrumento normal y fisiológico de gobierno”.
Asdrúbal Aguiar
No es revolución, es fascismo
Diario Las Américas. Miami, 7 de abril de 2015