La aspiración de todo ser humano es dejar una huella –preferiblemente, una buena impronta– en los hijos, en la familia, en los más allegados y, por qué no, hasta en la sociedad. Esa era la definición idílica y altruista de la palabra. Porque la acepción que le da el régimen, y que pronto pretenden imponernos cuando vayamos a hacer nuestras compras de alimentos, es sinónimo de tarjeta de racionamiento. La huella, en nuestro país, servirá para que en las farmacias, redes de distribución del Estado y en las cadenas de supermercados privadas que acepten poner las máquinas, los venezolanos tengamos acceso a un máximo de 23 productos de la cesta básica; por supuesto, de esos a los que el desgobierno les mantiene el precio regulado, y con los que los revendedores y buhoneros están haciendo su agosto.
¿Son o no las captahuellas una tarjeta de racionamiento pero de última generación? Estamos en la era de las tabletas y los dispositivos electrónicos: un cartoncito como los que había en Cuba –de esos que mancillan la dignidad y son testimonio palpable de la humillación a la que un régimen somete a un pueblo– no habrían dejado las jugosas ganancias y comisiones que, sin temor a equivocarme, significan la negociación, adquisición e instalación de este adminículo con el que pretenden restringir nuestro libre derecho de comprar lo que nos plazca. Aunque la escasez ha modificado nuestros hábitos y “lo que nos plazca”, cambió “a lo que consigamos”… ¡Completamente deprimente!
Supongo, también que, si algunos automercados privados consintieron instalar las máquinas de racionamiento –porque eso es lo que son: “libretas de racionamiento tecnológicas y biométricas”– tiene que haber sido porque las autoridades responsables de esta descabellada idea, utilizaron sus “tácticas” de “persuasión”: “Tú pones las capta huellas, yo no te cierro o expropio el negocio”. ¿Les suena familiar la frase? Nadie, ningún dueño de negocio, en su sano juicio, quisiera poner en riesgo el patrimonio que, por años, les ha tomado levantar; a pesar de que la amenaza a perderlo todo, con este régimen, siempre está allí: latente.
Estamos, una vez más, perdiendo nuestras libertades. Están violando, una vez más, nuestros derechos. Muchos de ellos establecidos en la Constitución. Esta es una abierta violación del artículo 305 de la carta magna. El Estado no está resolviendo el problema de la escasez. Está actuando como el marido que encuentra a la esposa siéndole infiel en el sofá y, para resolver el problema, bota el sofá. La libreta de racionamiento biométrica y tecnológica con la que amenazan coartar nuestro derecho de ser libres al momento de comprar es el sofá del marido infiel. La escasez, la cola, el desabastecimiento no se resolverán con las captahuellas, ni haciendo que los venezolanos compremos según el último número de nuestras cédulas de identidad. Es ridículo y propio de los regímenes totalitarios imponer medidas estúpidas como esta; pero que a alguien le dejará cuantiosas ganancias.
El lunes intenté comprar algunas cosas en el automercado adonde voy siempre. Cuando llegué, para mi sorpresa, no había mucha gente. Por supuesto, tampoco muchos productos; pero no quise angustiarme por eso ese día en particular –algo que, ahora, me preocupa a cada instante– porque en la lista solo tenía frutas y verduras. Y en eso estaba, escogiendo las frutas, cuando de la nada, como atraídos por algo que yo en ningún momento percibí, el mercado se vio invadido por una oleada de gente: motorizados con los cascos puestos, con sus mujeres-parrilleras a cuestas que, a su vez, traían a sus niñitos arrastrados por la prisa, corriendo hacia la carnicería, que ya no tiene carne sino que se ha transformado en el lugar de despacho –con algo de control y previa cola– de algunos productos regulados.
Le pregunté a uno de los empleados qué iban a repartir. Me dijo que azúcar y harina de maíz: seis kilos de la primera y cuatro de la segunda, por persona. El bululú se armó en fracciones de segundos. La gente se amuñuñaba los productos en los brazos, haciendo malabarismos para que no se les cayeran. Las familias completas, que habían llegado en moto –porque la moto ha pasado a ser el vehículo familiar–, se aferraban a los productos, con la misma avidez de quien se aferra a un premio ambicionado por muchos. ¡Qué buena red de comunicación ha generado la gente para darse el pitazo de lo que “sacarán” en los automercados! Fue lo primero que pensé. Pero, luego, mientras hacía la cola para pagar, multipliqué la cantidad de azúcar y harina de maíz que esa familia –constituida por el motorizado, su parrillera y los dos muchachitos– se estaban llevando: ¡24 kilos de azúcar y 16 de harina precocida! Por más que no quise pensar mal, fue obvio que esa cantidad que estaban comprando no era para el consumo familiar. La reventa del producto en el mercado informal deja una ganancia suficiente como para hacer de esto una fuente alterna de ingresos. Y esa es otra arista del problema de la escasez que no se resolverá con la instalación de las máquinas de racionamiento.
Con la tristeza que me produjo el bochornoso espectáculo en el mercado, asqueado por el poco comportamiento cívico de los voraces compradores, llegué a una convicción: ¡yo no pondré mi huella para comprar ningún producto! Conmigo no cuenten. Esos aparatos no serán la solución del terrible problema de desabastecimiento que estamos viviendo. Iré al mercado con mi Constitución en la mano para hacer valer mi derecho de comprar con libertad ¡cuando me plazca, lo que me plazca y en el lugar que a mí me dé la gana! Ok… ¿Y tú?
José Domingo Blanco Mingo
Con mi huella no te metas
El Nacional. Caracas, 14 de marzo de 2015