Mientras día a día aumentan las angustias de los venezolanos por la escasez, por los altos precios de la canasta, por la inseguridad y por las maromas que ya tienen al dólar negro a 220 bolívares, el presidente Nicolás Maduro juega a la estrategia de la cortina de humo y apela a la denuncia de la conspiración internacional y del complot para distraer la atención sobre los cada vez más graves problemas que acosan a su país.
En ese juego, planteado magistralmente por su antecesor, Hugo Chávez, Maduro erige un enemigo externo y en él enfoca su diatriba. Bien puede ser Bogotá y sus “cachacos santandereanos (sic)”, o ahora Estados Unidos, al que le acaba de imponer sanciones, según él, de reciprocidad, que incluyen la exigencia de visa a sus nacionales; la disminución de los funcionarios diplomáticos de Washington en el país; la exigencia de que toda reunión de la misión diplomática con venezolanos sea previamente notificada y autorizada, y la confección de una lista de políticos o legisladores que tienen prohibida la entrada, entre otros el expresidente George W. Bush, con el argumento de que son “violadores de los derechos humanos de los pueblos del mundo”.
Todos, anuncios grandilocuentes que sirven para los aplausos de la tribuna y para perfilarse como el ‘tercer libertador’ –tras Bolívar y Chávez–, pero que no llenan las neveras de los venezolanos, que consumen sus vidas en filas interminables por comida o productos de aseo, o se desesperan porque no hay medicinas.
En esa megalomanía, que casi roza la fábula, el Presidente había denunciado que el ‘vice’ Joe Biden era uno de los estrategas de un plan para derrocarlo, con aviones Tucano llegados desde Colombia y las Antillas, saco en el que también metió al dirigente opositor Antonio Ledezma como supuesto conspirador, por lo que, y esto no es literatura, lo metió a la cárcel.
Al Gobierno de Venezuela le urge diálogo político con la oposición que lleve a un gran acuerdo nacional para tomar las dolorosas, pero necesarias medidas económicas que necesita, y no inventar batallas contra molinos de viento. Tan grave es lo que pasa dentro, que el recurso del enemigo externo servirá para poco.
En ese juego, planteado magistralmente por su antecesor, Hugo Chávez, Maduro erige un enemigo externo y en él enfoca su diatriba. Bien puede ser Bogotá y sus “cachacos santandereanos (sic)”, o ahora Estados Unidos, al que le acaba de imponer sanciones, según él, de reciprocidad, que incluyen la exigencia de visa a sus nacionales; la disminución de los funcionarios diplomáticos de Washington en el país; la exigencia de que toda reunión de la misión diplomática con venezolanos sea previamente notificada y autorizada, y la confección de una lista de políticos o legisladores que tienen prohibida la entrada, entre otros el expresidente George W. Bush, con el argumento de que son “violadores de los derechos humanos de los pueblos del mundo”.
Todos, anuncios grandilocuentes que sirven para los aplausos de la tribuna y para perfilarse como el ‘tercer libertador’ –tras Bolívar y Chávez–, pero que no llenan las neveras de los venezolanos, que consumen sus vidas en filas interminables por comida o productos de aseo, o se desesperan porque no hay medicinas.
En esa megalomanía, que casi roza la fábula, el Presidente había denunciado que el ‘vice’ Joe Biden era uno de los estrategas de un plan para derrocarlo, con aviones Tucano llegados desde Colombia y las Antillas, saco en el que también metió al dirigente opositor Antonio Ledezma como supuesto conspirador, por lo que, y esto no es literatura, lo metió a la cárcel.
Al Gobierno de Venezuela le urge diálogo político con la oposición que lleve a un gran acuerdo nacional para tomar las dolorosas, pero necesarias medidas económicas que necesita, y no inventar batallas contra molinos de viento. Tan grave es lo que pasa dentro, que el recurso del enemigo externo servirá para poco.
Editorial
Maduro y su cortina de humo
El Tiempo. Bogotá, 3 de marzo de 2015