Los gusanos pertenecen a lo subterráneo, a lo inferior. Reptan, se arrastran. Permanecen vinculados a la muerte, a lo que se descompone y brota de lo putrefacto. En síntesis, poseen una energía poco envidiable porque es una energía que en lugar de asociarse con lo superior es reptante y generalmente viscosa, peluda y repugnante. De tal manera que resulta ofensivo y denigrante llamar a alguien “gusano” porque es separarlo y aislarlo del contexto humano; situarlo en la región más baja donde se mueven las larvas, el mundo ápodo, blando, invertebrado; el ámbito de lo vil y despreciable. De lo degenerado. Para el nazismo el arte moderno era degenerado y, sin embargo, robó obras de sus más grandes autores. Lo era también para José Stalin que se crispaba cuando escuchaba las obras de Shostakovich y recelaba de Serguei Mijailovich Eisenstein por ser judío. Lo es para el socialismo bolivariano que solo auspicia y ensalza el arpa, las alpargatas y las maracas.
Gusano fue el calificativo que endilgó Fidel Castro a quienes adversaban el régimen que abusivamente impuso a los cubanos en una práctica política propia de los regímenes fascistas y dictatoriales. En el caso cubano se llegó a identificar y a equiparar con los gusanos a los delincuentes más sórdidos y a los homosexuales, y así fueron congregados en el puerto de Mariel y marcharon al exilio confundidos, unos con otros, poetas, homosexuales y delincuentes de escarnio, con el estigma de ser todos gusanos de reptante energía.
La imagen de una isla llena de gusanos en medio del verde esmeralda del mar Caribe fue la de una podrida víscera de odio brotando con desmesurado ímpetu desde las profundidades de la maldad.
Ignorábamos los venezolanos que muchos de nosotros terminaríamos ápodos e invertebrados arrastrándonos por los charcos de petróleo del país humillado y ofendido por un obtuso y mediocre militarismo. El comandante extinto no nos acusó de ser gusanos, pero mostró el carácter balurdo de su hostilidad cuando con lenguaje de espesa vulgaridad decapitó la gerencia cultural del país gritando: “¡Tas’ ponchao!”, cada vez que nombraba a sus víctimas en lo que ha sido la mayor atrocidad perpetrada contra la cultura en la historia del país. En cualquier caso nos calificó de majunches y lacayos del imperialismo (si recordamos sus epítetos más amables) mientras lanzaba en Puerto Ordaz besitos volados al sátrapa cubano y le entregaba el país “libre” no solo de larvas repugnantes sino de sus madrigueras sistemáticamente destruidas. Es decir, las arrasó entendiendo por “madrigueras” los lugares retirados y escondidos donde se oculta la gente de mal vivir, pero que, contrariamente, yo he conocido como las “instituciones” del país: políticas, económicas, sociales y culturales. Las destruyó y creó otras, pintadas de rojo, para que se ocultaran en ellas rufianes, narcos y corruptos de toda clase, envergadura y condición.
Hay quienes mencionan el gusano de la conciencia, que es el remordimiento nacido del mal obrar, pero los remordimientos nada tienen qué ver con estos autócratas caribeños obnubilados y consagrados por la adulación de sus seguidores al punto de aceptarse como la verdad única, salvadora y mesiánica que los llevará algún día al Panteón de los Héroes. No lo saben o simulan no saberlo, pero son ellos los verdaderos gusanos. Prefiero recordar aquellos otros, repelentes que, gracias al movimiento plástico y literario de los años sesenta llamado El Techo de la Ballena, comenzaron a salir el 2 de noviembre de 1962 de los cuadros de Carlos Contramaestre en el Homenaje a la necrofilia porque, al menos, tenían un significado de protesta y rebeldía que sacudió la mansedumbre del país.
Rodolfo Izaguirre
Gusanos
El Nacional. Caracas, 23 de noviembre de 2014