MARCEL OPPLINGER
José Miguel Insulza
dejará en los anales de América Latina el recuerdo de un chileno que, como
secretario general de la OEA, negó sistemáticamente que la democracia
venezolana estuviera en problemas, aun cuando instituciones de la propia OEA,
como la Comisión Interamericana de DD.HH., han emitido durante años informes
que sostienen exactamente lo contrario.
Michelle Bachelet, por
su parte, arriesga ser recordada como la Presidenta de Chile que, justo en
momentos en que el régimen bolivariano mostraba la cara más brutal de su
naturaleza autoritaria, escogió ignorar toda la evidencia al respecto para
escudarse tras una cuestionable idea: no puede no ser democrático un gobierno
que ganó el poder en las urnas (definición que convierte a Cuba en una
dictadura, por cierto, cosa que la Mandataria jamás aceptaría).
Reducir la democracia al
mecanismo por el cual se obtiene el poder, haciendo caso omiso de la forma en
que éste se ejerce, es poner en entredicho la esencia misma del sistema de
derechos, obligaciones y libertades que configura un orden genuinamente
democrático. Las imágenes provenientes de Venezuela en los últimos días no
dejan lugar a dudas sobre el comportamiento antidemocrático del gobierno de
Nicolás Maduro, más allá de que se haya impuesto en los comicios de abril de
2013 (en un proceso electoral que, como todos los del período bolivariano,
jamás habría pasado el test de blancura de nuestro Servel).
El canciller Muñoz y la
Presidenta Bachelet han justificado su apoyo a Maduro por el rechazo a que se
intente “derrocar violentamente” a un régimen elegido con votos. Pero los
registros visuales son indesmentibles: la principal violencia la están ejerciendo
las fuerzas de seguridad venezolanas en contra de los civiles que protestan.
Espantan –y debieran remecer las conciencias– los muchos videos que muestran a
policías y guardias nacionales golpeando salvajemente a personas desarmadas que
no ofrecen resistencia, o disparando armas de grueso calibre en lugar de
munición antimotines. Las decenas de muertos y centenares de heridos han dejado
postales sangrientas que han dado la vuelta al mundo sin que se levante en las
naciones democráticas un coro unánime de condena.
Se trata de una
represión que no tiene símiles en la experiencia latinoamericana reciente, y
que se suma a la instrumentalización del Poder Judicial por parte del Ejecutivo
para acorralar y encarcelar a sus detractores. La prisión del líder opositor
Leopoldo López, aislado hace un mes en una cárcel militar bajo cargos a todas
luces espurios, es apenas el ejemplo más visible de un cerco judicial que busca
silenciar a todos los críticos del gobierno. El retiro de su investidura
parlamentaria a la diputada María Corina Machado refleja a un Poder Legislativo
que actúa fundamentalmente como brazo ejecutor del Gobierno.
Por supuesto que serán
los venezolanos quienes resuelvan sus problemas, pero la comunidad
internacional, y en especial los países de América Latina, no pueden permanecer
de brazos cruzados –como ha escogido hacer la OEA, negándose incluso a discutir
el tema– ante una crisis como la que vive hoy Venezuela.
En este sentido, Chile
tiene un compromiso ético especial, como bien sabe la actual coalición
gobernante. En 1975, en la localidad de Colonia Tovar, cercana a Caracas, tuvo
lugar uno de los hitos fundacionales de la futura Concertación, antecesora
directa de la Nueva Mayoría. Allí, protegidos por la amistad de una democracia
consecuente con sus principios, se reunieron representantes socialistas,
democratacristianos, radicales, del Mapu y de la Izquierda Cristiana para
iniciar el proceso de reflexión política que los llevaría a recuperar la
democracia en Chile 15 años más tarde.
Quienes hoy gobiernan
desde La Moneda son herederos de ese proceso y harían bien en recordar que la
verdadera izquierda venezolana –los comunistas y socialistas que, junto a los
socialdemócratas y los democratacristianos de la época, apoyaron a los chilenos
que luchaban contra la dictadura de Pinochet– milita hace años en la oposición
al chavismo, pues ha entendido que el discurso bolivariano de “izquierda” es
sólo una fachada que esconde a un régimen fundamentalmente militarista y
autoritario.
Por muchísimo menos de
lo que hoy ocurre en Venezuela, varias de las actuales autoridades y miembros
de la Nueva Mayoría no dudaron en calificar de “dictatorial” al gobierno de
Sebastián Piñera durante las manifestaciones estudiantiles de 2011. Sin ir más
lejos, la nueva ministra de la Segpres, entonces senadora, acusó al titular de
Interior de impulsar un “Estado policial”. Pero nunca hubo muertos en las
protestas chilenas, los detenidos eran liberados el mismo día (incluso los que
habían sido sorprendidos in fraganti en actos de vandalismo), y la
mayoría de los heridos que produjeron los enfrentamientos con la policía fueron
carabineros, dato que a muchos políticos y líderes estudiantiles parece
incomodar.
Un mínimo de
consecuencia política, de honestidad intelectual y de convicción democrática
obliga a condenar en los más duros términos la forma en que el gobierno
venezolano está reprimiendo las protestas en su contra. Protestas que nacen,
hay que enfatizar, no de una “conspiración fascista” de la oposición para
derrocarla ni tampoco de una estrategia “imperialista” para desestabilizarla,
sino de la exasperación ciudadana ante los irrefutables fracasos de la
revolución bolivariana a lo largo de 15 años: la peor inseguridad de la región,
la peor corrupción, la peor inflación, el peor desabastecimiento de productos
básicos, el peor desempeño en libertad de prensa y derecho a la información, la
peor transparencia electoral y fiscal, la peor autonomía de los poderes
públicos, la peor polarización social, la peor concentración de poder discrecional
en manos del Ejecutivo. Parece una lista inmisericorde de críticas, pero se
trata de realidades objetivas que han sido medidas a través de decenas de
instrumentos y variables, y de las cuales los venezolanos pueden dar doloroso
testimonio.
Por todas estas razones,
los demócratas chilenos –pero en especial quienes tienen poder de decisión en
La Moneda y el Congreso– poseen argumentos de sobra para impulsar una campaña
diplomática decidida y urgente que haga entender al Palacio de Miraflores, sin eufemismos,
que el curso de acción que ha adoptado es inaceptable y que no le traerá la
solución a sus problemas.